Decidieron por
unanimidad que resultaba confortable. Sí, la temperatura de 39ºC sería suficientemente
agradable y necesariamente grata. Los parámetros correspondientes a la humedad
del aire se mantendrían más o menos constantes en el 40%. Se descartaron las
opciones planteadas por algunos científicos que buscaban un encomiable ahorro
energético llevando la humedad relativa a entornos cercanos al 25%, por el
riesgo de deshidratación que podría suponer para los seres humanos.
Nadie se opondría a
tal decisión, más aún cuando en el exterior ya se alcanzaban temperaturas
cercanas a los 75ºC y el nivel de humedad era muy cercano a cero, demasiado
cercano. Se estimaba que, salvando los problemas generados por la radiación
ultravioleta extremadamente elevada, un ser humano en el exterior, sin la
necesaria protección, tardaría menos de cinco minutos en deshidratarse y tan
solo veinte en morir. Se había tomado esta nueva disposición térmica porque
comenzaba a resultar insoportable mantener el gasto energético que suponía
conservar la temperatura ambiente en el interior de las burbujas de vida a 32ºC
y su humedad relativa en un 65%. Hacía ya mucho tiempo que se había prohibido
cualquier actividad que supusiese una transformación de la energía libre del
cuerpo humano en una tasa de calor metabólico excedente superior a 100 vatios
por metro cuadrado de piel, lo cual, para algunas personas de complexión más
gruesa, suponía en la práctica la prohibición total de caminar y les forzaba a
mantener su posición sentada o tumbada a lo largo de toda su vida, una vez
fueron suprimidos los carriles móviles, pues su consumo energético, realmente
optimizado, superaba apenas la tasa de calor metabólico de ciertas actividades
humanas, con lo que estos carriles no resultaban energéticamente rentables.
En el exterior no
existía la vida. El agua se encontraba en forma de vapor densificando la
troposfera hasta niveles inimaginables que, junto con el dióxido de carbono y el
metano procedentes de los procesos industriales llevados a cabo durante cientos
de años en la tierra, coadyuvaban a absorber toda la radiación infrarroja de
onda larga reflejada por la superficie terrestre aumentando su temperatura y
haciendo imposible la existencia de cualquier forma de vida. Además, el ozono
de la estratosfera había desaparecido en su totalidad bajo emisiones antropogénicas con lo que la radiación ultravioleta
procedente del sol resultaba mortal para cualquier forma de vida, obligando a
los seres humanos que querían desplazarse en la atmósfera a utilizar complejos
y extremadamente caros sistemas de transporte cuyo gasto energético resultaba
inasumible (salvo extrema necesidad) para una sociedad que llevaba viviendo en
las denominadas “burbujas de vida” desde hacía varios siglos.
Estas burbujas,
lejos de permitir la entrada de la luz solar, eran oscuras, si bien se
utilizaban heliostatos con filtros protectores para permitir ciertos niveles de
iluminación y reducir el consumo energético que suponía la iluminación
artificial que, mediantes técnicas de inducción, permitía unos niveles lumínicos
mínimos, que se incrementaban mediante sistemas ópticos implantados
fisiológicamente en las retinas de todos los seres humanos nada más nacer, que servían
al mismo tiempo para protegerles de potenciales exposiciones a los rayos
solares. El reducido número de formas de vida que se decidió conservar cuando
se concluyó que la vida en la superficie terrestre resultaban inviable,
respondió, salvando la humana, a la mínima demanda energética de las mismas.
Solo aquellas cuyo consumo energético era inapreciable fueron incorporadas a
las burbujas, la mayor parte de ellas resultaron ser plantas que se ubicaban en
receptáculos donde desarrollaban sus procesos fotosintéticos que generaban el
oxígeno suficiente para el consumo humano. El resto desaparecieron.
La única fuente de
energía relativamente viable resultó ser la solar ya que todas las demás arrojaron
resultados insostenibles desde el momento en que demandaban un gran cantidad de
energía inicial y su huella de carbono se convirtió en inasumible en un mundo
en profunda decadencia energética. La energía solar con la acumulación de vapor
de agua en la atmósfera, lejos de mejorar su irradiancia, solo permitía el desarrollo de potencias limitadas,
puesto que la constante solar en la mesosfera difería considerablemente de la
energía recibida en la superficie terrestre como consecuencia del elevado nivel
de reflexión de la radiación de onda corta que provocaban las nubes. Todos los
esfuerzos que se realizaron en el desarrollo de sistemas de fusión nuclear
fracasaron; estas “estrellas domésticas”, como se denominaron todas las
investigaciones que estudiaban estos procesos, debieron paralizarse debido a
las altas temperaturas iniciales requeridas. De otra parte, los ensayos que procuraban
avanzar en la fisión con elementos más pesados atómicamente que el hierro
decayeron en el momento en que el coste energético de su extracción resultó
inasumible. Los sistemas de producción de energía basados en combustibles
fósiles sencillamente desaparecieron cuando se agotaron las fuentes (el daño ya
estaba hecho). La limitación científica para obtener un mayor aprovechamiento
solar obligó a replantear los principios técnicos que sustentaban la mayor parte
de los avances que, a lo largo de la historia de la humanidad, se habían
producido, así surgió el denominado “principio del vatio-hora, cero ochenta y
seis kilocalorías”.
Este principio,
fundamentado en que los avances tecnológicos demandaban una cantidad de energía
muy superior al trabajo que realizaban, salvando, claro está, las bases de la
termodinámica, sirvió para transformar profundamente todo ese desarrollo
histórico, procurando sustentar una nueva historia de la tecnología en otro de
los principios más básicos de la naturaleza, el de la mínima energía y máxima
entropía. Este cambio, que supondría una absoluta revolución científica,
llegaba tarde para la Tierra y tan solo permitiría una angustiosa prolongación
de la vida en las burbujas, puesto que fue demostrado irrefutablemente la
imposibilidad del retorno del mundo a estados que permitieran la vida en
superficie con las condiciones que la acción del ser humano había provocado. En
este sentido se tomó como referencia algo histriónica la cantidad de energía
necesaria para incrementar la temperatura de un kilogramo de agua de 14,5ºC a
15,5ºC a una atmósfera de presión. Esos 4,18 kilojulios, esa kilocaloría, fue
expresada en las antiguas unidades utilizadas por las suministradoras de
energía en forma de electricidad, el vatio-hora, como reminiscencia de una
época antigua ya desaparecida para posteriormente modularse su valor usando el
vatio-hora como referencia unitaria y perdiéndose, en cierto modo, el sentido
inicial. En cualquier caso el objetivo estaba marcado y la solución comenzó a
producirse con los avances en el campo de la genética, hacia donde se orientaron
todos los esfuerzos científicos y donde, junto con profundas investigaciones
físicas, se permitían ciertos “derroches energéticos” medidos, ¿cómo no?, en
vatios-hora. El objetivo que se buscaba no era otro sino que fuesen organismos
sintéticos vivos los que procurasen la energía necesaria para la subsistencia
del hombre, subsistencia que se produciría en condiciones infrahumanas
(comparadas con la riqueza que ofreció en su momento la Tierra), solo
explicables bajo el prisma del innegable y genético afán de supervivencia de la
especie humana.
Mérida a 16 de febrero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.
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