Los silencios (iv)




En el segundo relato de Kräpelin sobre el silencio y su influencia en el amor nos encontramos con la pareja 3 formada por E. y F. Como en anteriores ocasiones el texto es introducido por la descripción genérica del contexto de la pareja en el experimento. Tal vez esta pareja junto con la pareja 1 ofrezcan, en un análisis apriorístico, semejanzas; la realidad del experimento y los propios relatos de Kräpelin demuestran diferencias que evidencian la idiosincrasia de los diferentes tipos de silencio que se pueden llegar a producir en una relación amorosa.

Pareja 3.- Tenían permitido encuentros diarios de todo tipo sin que mediase palabra alguna entre ellos.

Cuando E. se despertó buscó inconscientemente con su mano derecha a F. –siempre dormía en el lado izquierdo de la cama; era una de esas manías de su pareja que no alcanzaba a comprender-. Como era previsible F. no estaba, así que, impaciente, decidió mandar un mensaje solicitando un encuentro con ella para ese mismo día. La echaba mucho de menos. Podía hacerlo, podía ver a F. cuando quisiese, previa petición y siempre que no hablase con ella. Esa era la condición. Se vistió rápidamente y, sin desayunar, se dirigió a la puerta para solicitar verla. Al abrir la puerta se encontró en el umbral un mensaje mandado por F. en el que pedía verle hoy mismo. Se sonrió. F. siempre se despertaba antes que él. Cualquiera diría que en sueños no la echo de menos, pensó manteniendo la sonrisa en su rostro, Lástima que no pueda mandar mensajes dormido. La cita era para dentro de dos horas, tenía tiempo suficiente para ducharse, desayunar tranquilamente e incluso leer la prensa, al menos los titulares. Tranquila y felizmente acometió sus quehaceres y en cuanto los hubo finalizado se dispuso a marchar al encuentro de F. Iba con tiempo suficiente así que decidió dar un paseo por el parque para despejarse. Hacía un día espléndido, el otoño comenzaba a esparcir sus hojas por el suelo y a E. le encantaba el cielo azul de octubre.

F. llevaba despierta mucho tiempo, demasiado tiempo. No había dejado de darle vueltas a la cabeza durante toda la noche. Recordaba los primeros encuentros tras el inicio del experimento. Fueron pasionales, tuvieron sexo, casi resultó un juego para ellos. Se divirtieron como no lo habían hecho nunca antes. Todo en un curioso silencio que ambos aceptaron con naturalidad. Si tuviese que hacer una valoración de esos encuentros, se atrevería a decir que les habían venido bien. Tenía la sensación de que la relación estaba mejorando, aunque, claro, no podía hablarlo con E. Luego, repentinamente un día F. dejó de recibir el mensaje de E. para los encuentros que se habían convertido en diarios. Lo achacó a alguna cuestión laboral, o a algún viaje que tuviese que hacer, al menos eso creía recordar. Así que fue ella la que al caer la tarde de ese día pidió el encuentro. E. llegó justo dos horas después, puntual. Sonrió y se abrazaron, estuvieron así cerca de una hora, casi todo el tiempo que les permitían alargar el encuentro. Fue precioso, así lo recordaba F. Al día siguiente fue F. quien mandó el mensaje temprano, antes de que E. despertase y al igual que había ocurrido hoy, E., al salir a la puerta, encontró la petición y solícito se dirigió a ver a F. Desde entonces no se veían todos los días. Algún día en que ninguno de los dos pedía ver al otro por la mañana se producía un encuentro casual al caer la tarde. Tal vez era una necesidad que alguno de ellos sentía, la necesidad de ver a su compañero, a su amado. Tal vez solo se trataba de evitar que la rutina que habían implantado sin premeditación, y que les ayudaba a soportar el despiadado silencio, se convirtiese en indolente. Sin embargo, comenzaron a aparecer faltas, ausencias, despistes provocados por el día a día, por el cansancio de las horas de trabajo de sus vidas ordinarias, por el esfuerzo que a veces suponía adelantarse al otro en la solicitud y, sobre todo, porque no podían contarse nada. Sus vidas avanzaban, sus trabajos mejoraban -o empeoraban-, proseguían, en definitiva. Desgraciadamente aconteció el fallecimiento del hermano de F. y ese día F. necesitaba a E. con todo su corazón, su alma necesitaba consuelo. Pidió verle. E. llegó, a pesar de que era tarde y ya se había apoltronado en su sofá, aún así asistió, aunque no de muy buena gana. F., nada más verle entrar, se abalanzó sobre él, llorando, angustiada. A E. ni siquiera le dio tiempo a verle el rostro. Solo sintió un fuerte abrazo, que no supo corresponder como debiera, entendió lo que no era. A él no le apetecía nada pues llegaba cansado y la rechazó. F. se extrañó, sollozó. Él se acercó, pero ella ya no quería saber de él. Se marchó y le dejó solo en la habitación. Al día siguiente E. mandó una solicitud y se presentó a esperar a F. en el lugar de encuentro. E. esperó, pero F. no se presentó. Al día siguiente volvió a hacer lo mismo y nuevamente quedó sin respuesta. Estuvo así cerca de diez días. Ya se había enterado de lo que había ocurrido, lo comprendió todo. Necesitaba verla para pedirle perdón –sin hablar-. Cuando por fin F. acudió a la cita. E., nada más entrar ella, se arrodilló y se abrazó a las piernas de F. sin dejarle tiempo para reaccionar. F. le tocó la cabeza, después le acarició el pelo y finalmente le invitó a subir con las manos. Se abrazaron. Fue un abrazo largo. Después de eso todo retornó una aparente normalidad tintada con detalles que ninguno de los dos acostumbraba a ver en el otro, pero que resultaron agradables para ambos. Aún así esa nueva normalidad volvió a reblandecer, al menos eso es lo que F. pensaba.

Cuando E. llegó, F. estaba esperando sentada en una de las sillas de la estancia donde se producía su encuentro. En la habitación había otra silla, una mesa y una suerte de diván que hacía las veces de lecho cuando en los encuentros los abrazos se tornaban en sexo. Sobre la mesa habían colocado fotografías de los dos de alguno de sus numerosos viajes. También había fotos recientes en las que aparecían solos o acompañados de amigos comunes o de familiares. En la mesa no cabía ni un solo retrato más. F. no se levantó. E. se sorprendió, pero no reaccionó mal. Se sentó a su lado acercando la silla e intentó cogerle la mano. Ella la retiró y la colocó sobre su propio regazo. E. la persiguió, pero F. la rechazó nuevamente. E. la miró extrañado. F. agachó la cabeza. La duda absorbió la mente de E. En cuestión de décimas de segundo pasaron por su mente miles de pensamientos, a cual peor. Algunos relacionados con tragedias familiares o personales, otros relacionados con la infidelidad, con la deslealtad, y, tal vez los peores, los que tenían que ver con el desamor. En todo este tiempo, E. no se había planteado ni por un instante cuáles eran sus sentimientos hacia F. Daba por hecho que la situación que estaban viviendo era transitoria y que la superarían sin mayor esfuerzo por duras que fuesen las circunstancias que aconteciesen. Estaba equivocado.



Fotografía: pitufina-amordesal.blogspot.com



Mérida a 9 de noviembre de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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