La identidad perdida. (Parte i).



No recuerdo exactamente qué día le conocí. Solo sé que estaba allí. Sentado en el parque. Adormecido. Yo iba paseando, pensando en mis cosas o, tal vez, sin pensar. Sé que iba caminando porque lo primero que me dijo fue que parase. Tenía los ojos cerrados, parecía que estaba descansando y, sin embargo, sabía que se dirigía a mí. Me resultó extraño que me hablase, pues al mirarle no le reconocí. Me detuve. A usted le pasa algo. ¿Me dice a mí? Sí, a usted; Usted no sabe quién es. ¿Cómo dice? Siéntese un instante y se lo explico. Mire, lo siento, pero tengo algo de prisa y no puedo entretenerme. Como usted quiera; No se preocupe, mañana volverá y yo estaré aquí nuevamente; Esperándole. Eso me asustó. En realidad no puedo decir que se tratase de un sobresalto como tal, fue más bien una sensación de inquietud que me dejó un tanto confuso durante un instante, pero, como quiera que ni abrió los ojos, proseguí mi camino sin darle mayor importancia, al menos de eso quise convencerme. El resto del día fue normal, que yo recuerde, claro. No puedo asegurar si mi subconsciente siguió dándole vueltas a tan extraño encuentro o si se procuró las argucias necesarias para considerar aquello como una suerte de sueño despierto. Al fin y al cabo, la realidad se imagina en nuestras mentes, esta es una de las muchas paradojas que aprendí más adelante. Él me la enseñó.

En cuanto regresé a casa –debo confesar que no tomé el camino habitual, puesto que pasaba por el mismo sitio donde horas antes se había producido el encuentro- mi cabeza se centró exclusivamente en aquella extraña persona que, con los ojos cerrados, me había pedido que me parase para decirme que mi problema era no saber quién soy. No me quedó más remedio que preguntarme a mí mismo si sabía quién era. Pues claro que sí. Tengo nombre y apellidos como todas las personas que conozco, Como todas las personas, pensé lacónicamente. Si no tuviera nombre no sería nadie, concluí satisfecho. Asunto resuelto pues, pero la mente es traicionera y no te deja tranquilo con simplezas como esta. Indaga, escudriña, perfora en lo más profundo de nuestra psique hasta conseguir su objetivo. Así que la maldita rehízo la pregunta, mi mente consiguió nuevamente interpelarme sobre si sabía quién era y ya no iba a permitir que me conformase con reconocer en una tarjeta plastificada mi fotografía acompañada de un nombre, unos apellidos y un conjunto de cifras muy largo que sabía de memoria. Tengo padres, hermanos, amigos, repasé mentalmente todas y cada una de las personas que conocía, seguramente alguna se me escapó, pero pensé que, de ser así, tampoco sería tan importante para mí y perfectamente podría prescindir de ella. Incluso hice una lista que aún conservo. Revisé ese inventario de amigos y familiares varias veces hasta que lo di por cerrado y entonces comencé a pensar qué sabían esas personas de mí, qué podían pensar acerca de lo que soy. No son preguntas sencillas, no tienen fácil respuesta y, precisamente, ese era el principal problema. No encontré solución. Imaginé que algunas de las personas que había considerado posiblemente pensarían de mí ciertas cosas que a otras personas ni se les pasaría por la cabeza y, sin embargo, el objeto de su reflexión sería el mismo: Yo. Me resultó extraño comprobar cómo esta aseveración sobre la que me atreví a teorizar era, con seguridad, totalmente cierta y la consiguiente explicación fue relativamente sencilla: Si cada persona que conozco piensa sobre mí algo diferente es que yo soy todo lo que esas personas piensan. El problema real emergió con el evidente corolario que subsiguió a esa hipótesis: Puede ser, entonces, que yo no sea nada de lo que esas personas piensan. Y aquí comenzó verdaderamente mi problema. Mi crisis de identidad. La verdad es que no duró mucho, pero no es menos cierto que no fui yo quien la resolvió. Fue el extraño señor que me había encontrado esa misma mañana quien me ofreció la solución.

Ni que decir tiene que no pegué ojo en toda la noche. Ni que decir tiene que no fui capaz de conciliar el sueño y dormitar algo, ni un maldito instante, por más que quise cerrar los ojos y por más que utilicé los escasos –o muchos, según se mire- recursos a mi disposición, esto es, los que encontré entre la pequeña cocina y el baño de mi apartamento, para ayudarme a descansar. Mi tendencia natural a tener ojeras se vería agravada a la mañana siguiente. Me daba pavor solo pensar en asomarme al espejo para afeitarme y comprobar cómo sendas bolsas color azul metálico con verdeantes ondulaciones colgarían de mis ojos, haciéndolos caer unos milímetros hasta hacerme parecer más triste de lo que realmente soy –al menos eso imaginé que pensaría alguna de las personas de la lista que había elaborado mientras cenaba, sin mucho apetito, debo decir-.

Con los primeros rayos de sol que se colaron entre las lamas de la persiana de mi dormitorio me levanté para darme una ducha –supuse que mejoraría en algo mi aspecto, me confundí, no había nada que hacer-. Secarme frente al temido espejo fue un error. La ojeras eran terribles, lo que no entiendo es por qué me sorprendió, era obvio que amanecería así. Sin embargo, como cada vez que trasnochaba –lo cual era poco frecuente-, las ojeras estaban ahí, frente a mí. Hoy tocaría llevar gafas oscuras, al menos el sol me ofrecía una valiosa coartada que me evitaría tener que ofrecer absurdas explicaciones a quienes preguntaban sobre las gafas como cuando las llevaba en pleno invierno, Hay mucha claridad, solía decir con una mueca cómplice –que nadie entendía- en días nublados o incluso lluviosos. Ahora tengo claro que ese desafortunado amanecer, en lo que a mi aspecto físico se refiere –desgraciadamente lo de desafortunado no se limita exclusivamente al rostro-, me sirvió para olvidar la escena del día anterior. Así pues, cuando salí de casa con mi maletín tomé el camino de siempre atravesando el parque. Me gusta ese parque, es un paréntesis en mi día a día, me veo rodeado de vegetación y de pequeños animales, y me ayuda a evadirme, me ayuda a olvidar que todo lo que le rodea son edificios siniestros, desmesuradamente altos que compiten con las ramas de los árboles en su lucha por alcanzar el sol, sin que realmente les sirva para algo más que mostrar opulencia y ostentación en un desafío a la naturaleza sin sentido que solo revela la megalomanía del hombre y, en definitiva, su impotencia, o mejor, su incapacidad para convivir con un entorno natural. Entonces le vi. Estaba sentado en el mismo banco que el día anterior. Dormitaba. Por un instante dudé sobre el camino que debía tomar. Creí que lo mejor era rodearle y evitar pasar por delante de él. Procurar que no me viese, aunque tenía los ojos cerrados, pero pensé que era una idea absurda, sin sentido. Es más, por un instante creí que el encuentro del día anterior fue solo una mala pasada de mi imaginación. Nada había ocurrido en realidad. Así que decidí proseguir mi camino sin hacer caso a estos absurdos pensamientos. Caminé hasta acercarme lo suficiente a él como para comprobar que efectivamente estaba dormitando con los ojos cerrados. Algo se tranquilizó dentro de mí y proseguí. Buenos días, me dijo, No sabes quién eres.


Fotografía: latinoamericasinidentidad.blogspot.com



Mérida a 29 de marzo de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.

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