Maldita bandera robada.


Hace mucho tiempo hubo una vez un territorio en el que mucha gente moraba y cuya riqueza artística, histórica, social y humana deslumbraba a los demás. Ese territorio era la envidia de todos y todos querían ir a vivir allí porque sabían que serían alegremente recibidos y se les permitiría formar parte de esa gran familia. Tan solo un pequeño esfuerzo era requerido, la misma solidaridad que entre ellos se ofrecían. 

No todos eran iguales, es más, cuanta más gente llegaba, más diferencias había entre ellos, pero el principio solidario seguía intacto y les mantenía unidos a pesar de sus particulares atributos. Lo que a uno le faltaba, el otro se lo ofrecía en el convencimiento de que de él recibiría aquello que necesitase cuando al uno se lo pidiese. Nadie miraba atrás para comparar si ayer recibió más o menos de la solidaridad del conjunto, porque siempre se podría mirar a antes de ayer y comprobar que el que ahora se quejaba percibió más riqueza que el otro, hoy empobrecido. Nadie miraba atrás, porque el ayer ya pasó y solo el mañana está por venir. Nadie miraba atrás, porque la solidaridad solo camina hacia delante.

Pero alguien decidió coser en un trapo unos colores, más o menos bonitos, más o menos vistosos, más o menos armonizados y lo presentó a sus más cercanos diciéndoles que ese trapo era de ellos, solo de ellos. “Bandera” lo llamó y decidió alzarla en un mástil para que ondease al viento y todos los que allí estaban, sin saber muy bien por qué, la aceptaron festejándola como suya, solo suya. Las gentes vecinas, cuando se acercaron a comprobar a qué se debía tanto alboroto y qué estaban haciendo sus amigos de siempre, preguntaron, y como única respuesta recibieron un “es nuestra bandera”, ante lo cual, los recién llegados alegremente y llenos de alborozo dijeron “¿nuestra?” y,  negando aparatosamente con la cabeza, declararon “no…, solo nuestra”, quiere el lenguaje en ocasiones jugar con nuevas paradojas, con las paradojas de la vida. La mayor parte se volvió a sus casas, estaban dolidos y entristecidos por haber encontrado un rechazo al que no estaban acostumbrados, otros permanecieron y decidieron quedarse porque eran muchos los amigos que allí tenían, así que les rogaron que les permitiesen continuar allí, hecho que les concedieron bajo la condición de que jurasen fidelidad y lealtad al trapo y a lo que, según decían, eso “conllevaba”. Los que se marcharon, en cuanto llegaron a sus casas, decidieron que coserían en otro trapo otros colores bien distintos y más o menos bonitos, más o menos vistosos, más o menos armonizados, para colocarlos con su nueva bandera en un mástil aún más alto.

Todas esas riquezas que esos conocidos territorios tenían siguió existiendo, pero de forma separada y la solidaridad se olvidó entre ellos y sirvió como excusa para enfrentarse los unos con los otros. Sin embargo, seguían teniendo cosas en común y la gente de otros territorios seguía queriendo venir porque lo que durante muchos años unió, difícilmente podría desunirlo una bandera en poco tiempo. Era necesario empecinarse, maleducar alevosamente, convencer con estruendo de que lo blanco es malo si lo que eres es negro. Así, el odio y el egoísmo iba calando y sustituyendo a la solidaridad, al tiempo que escondía y minoraba los problemas reales e importantes. Precisamente ese odio fue el que llevó a los de una bandera a tomar la decisión de robar la de los otros. Fue trágico, fue doloroso, nadie lo esperaba, pero la gente lloró durante más de cuarenta días con sus cuarenta noches cuando el mástil apareció vacío una mañana. La operación fue todo un éxito, había sido extraída la bandera y decidieron quemarla en la plaza frente a muchas gentes que aplaudían y vitoreaban a rabiar mientras el maldito trapo se consumía entre las llamas. Los de la bandera desaparecida también salieron a manifestar su malestar y declararon odio eterno a los ladrones. Otros, de ambos bandos, permanecieron asustados y sorprendidos en sus casas, incrédulos ante lo que sus ojos estaban contemplando, recordando entristecidos aquellos tiempos en que cuando a uno le faltaba algo el otro se lo daba y viceversa, los tiempos de la solidaridad.

Los unos exigieron justicia, los otros declararon haberla hecho. Los unos amenazaron con separarse, los otros manifestaron ya estarlo. Los unos insultaron, los otros también. Los unos acusaron, los otros también. Los unos pidieron su bandera y los otros, finalmente, decidieron hacer otra para devolverla. Los unos exigieron disculpas, los otros las ofrecieron, pero los otros también reclamaron perdón y los unos debieron darlo. Los unos y los otros la aceptaron, los otros y los unos se marcharon, pero el daño estaba hecho. Un extraño e inestable equilibrio se conformó. Los unos y los otros, los otros y los unos habían conseguido imponer el egoísmo y el odio a la solidaridad, todo por una bandera, por una maldita bandera robada.



Mérida a 12 de enero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.

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