Mi amiga la muerte. (Parte i).

Mi amiga la muerte. (Parte i).



No hace mucho tiempo una mujer que se decía ser sabia me contó que ya no tenía amigos. Que todos aquellos en los que una vez confió, de una u otra forma, la habían terminado por decepcionar y que aquellos que aún no lo habían hecho terminarían, indefectiblemente, por hacerlo, así que lo mejor que pudo hacer fue tomar la decisión de no entregar su fe a la gente. Reconocía, no sin una profunda pena, que ella misma había contrariado a muchas personas sin que ese fuese su ánimo, pero que, en conclusión, la vida, en ocasiones, más de las que uno quería o podía controlar, provocaba que entre las gentes se produjesen desavenencias por innumerables circunstancias y, aunque inicialmente no fuese esa la intención, la desilusión final terminaba creando tamaño desconsuelo que, según ella misma reconocía, prefería, por cobardía, desentenderse de mantener relaciones de amor o amistad con nadie. Con nadie excepto con la muerte.

Me reconoció que su decisión no fue fácil en absoluto, había sido profundamente meditada, y que, cuando concluyó que esa era la única opción, se dio cuenta de que la muerte, «Sí, la muerte», me insistió, no era en realidad tan mala como pretendían hacerla parecer. Confesó que su decisión de abandonar las relaciones humanas fue fruto del miedo al dolor que sabía le produciría alguna decepción más, pero frente a ese miedo descubrió cierto consuelo en la muerte porque sabía que ella nunca le fallaría. Me dijo que a la muerte se la podía mirar a los ojos fijamente y preguntarle si había llegado tu hora, «Nunca se atrevería a mentirme —aseveró—; posiblemente ni tan siquiera conciba la mentira como una realidad». Era una reflexión interesante, pero no pude evitar imaginar un tenebroso encuentro (no esperado, por supuesto) en el que la muerte se presentase ante mí; no creo que tuviese la valentía de lanzarle ninguna pregunta y menos sobre si su aparición suponía mi desaparición (perdonen la desemejanza literaria). «La muerte —me dijo— no te ofrecerá ninguna incierta seguridad, ni te dará una desagradable sorpresa. La muerte se limita a hacer su trabajo, y lo hace bien. Además, sabes que la muerte siempre estará ahí».

No supe muy bien cómo seguir la conversación que se había iniciado inopinadamente tras un encuentro fortuito en una estación de trenes de una pequeña localidad en la que yo esperaba el mío y ella esperaba también, aunque no creo que fuese un tren. La verdad es que en mi mente la escena surrealista de la presencia de la muerte estaba empezando a tomar tintes tétricos por más que esta señora se empeñara en quitarle, como suele decirse, hierro al asunto. Supongo que me vio algo compungido y asombrado y, aunque no dio en ningún momento la sensación de querer cambiar de tema, sí que pretendió suavizarlo o al menos esa creo que fue su intención. Nada más lejos de la realidad.

—Mira —me dijo—, si quieres podría presentarte a la muerte.


En ese instante tuve la certeza de que esa señora, que hasta entonces me había parecido interesante, culta e incluso sofisticada, a pesar de su apariencia miserable (debo reconocer aquí ciertos prejuicios) y un tanto peculiar por el sombrero floreado y el cigarro caído a un lado de su boca, estaba absolutamente loca. Si en algún momento tuvo algo de cordura, obviamente la había perdido.

—Sí, lo sé, suena increíble y seguramente pienses que estoy chiflada. No te quitaré la razón porque tienes motivos sobrados para creerlo. Tan solo te ofrezco esa posibilidad si estás interesado. En caso contrario, solo tienes que negarte o ignorarme y asunto resuelto.

No sé por qué, bien sabe Dios que no lo sé, pero el caso es que acepté. No fue por maldad, de eso estoy seguro, no quería burlarme de ella una vez que, mostrada mi resolución, la señora no fuese capaz de cumplir con su palabra, sencillamente sentí un hálito de curiosidad salpicado de cierto morbo que me obligó a acceder a su ofrecimiento con la certeza de que no se vería cumplido. Estaba equivocado.

—Sígueme —me dijo con una suerte de mueca que me pareció una sonrisa sardónica.

No sé si absurda o estúpidamente, el caso es que la seguí. Caminamos largo rato, nos adentramos en las callejas del pequeño pueblo. No eran calles tenebrosas, ni oscuras, ni anocheció repentinamente. Tampoco hacía un frío gélido, de esos que hielan la sangre, como podría sugerir la escena, más bien al contrario, aquella era una mañana muy calurosa de un verano que no mostraba piedad alguna con los caminantes y en la que lo último que apetecía era pasear (justo lo que nosotros estábamos haciendo) con el agravante de que nuestro destino era ir a la morada de la muerte. Bueno, la morada o más bien la habitación de un hostal como descubriría en unos minutos.

Hacía ya algún tiempo que sabía que perdería el tren, pero en ese punto, tenía que proseguir con mis pesquisas, no podía echarme atrás. Fuese lo que fuese a enseñarme, tenía que verlo. Reconozco que sentí miedo. Durante largo rato pensé que todo aquello era una farsa que tenía como finalidad robarme o algo peor. El caso es que nada ocurrió durante nuestro paseo, inquietante para mí y sumamente tranquilo para ella por lo que pude percibir. Incluso me pidió que le dejase apoyarse en mi brazo porque se sentía cansada, «… cansada de la vida», me dijo.


No mucho tiempo después llegamos al hostal. No había recepción, ni nadie controlando la entrada. Es más, digo que era un hostal porque había un cartel que lo indicaba en la puerta, pero bien podía haber pasado por una antigua casa que, a la postre, tenía varias habitaciones. Subimos unas escaleras estrechas. En ese momento me di cuenta de que iba, para mi desgracia, bien pertrechado con mi maleta. No era grande, pero ahí estaba, incomodándome en el ascenso. Llegamos a la segunda planta. El rellano era estrecho y las escaleras seguían subiendo, pero nos detuvimos. Más bien el apretón que me dio en el brazo hizo que me detuviese. «Esa es la puerta», me señaló. Me quedé pasmado, atolondrado. Se mezclaron en mí varias sensaciones, de una parte, en mi subconsciente había imaginado que, si todo aquello era verdad, deberíamos haber llegado a las profundidades del averno antes de encontrarnos con la muerte. De otra, la sencillez y la pobreza que mostraba aquella puerta desconchada con un mugriento tirador dorado, que hacía tiempo había perdido todo su brillo, no podía ser la entrada a la morada de la muerte. «No hace falta que llames —me dijo—. Está abierta».


Imagen: autor desconocido


En Isla Cristina a 4 de agosto de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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