Cita previa. (Parte i).




«Debe usted llamar para obtener cita previa». Esa fue la primera frase, bueno, en realidad la segunda, porque la primera fue: «¿Ha pedido usted cita?». Seguramente mi error fue comenzar diciendo que no, que no la había pedido. A partir de ahí todo lo que ocurrió es real, casi real, y digo casi porque es difícil que nadie crea a pies juntillas, salvo que se trate de un fanático creyente que confunda mis palabras con algún texto sagrado, lo cual es harto difícil, que lo que aquí se narra sea cierto. Por eso, precisamente por eso, me permito algunas licencias creativas, no con el lenguaje, que esas ya las tomo de ordinario, sino con las escenas que se sucedieron a lo largo de varios días sucesivos o alternos, tanto da, pero que para mí fueron eternos. Quiero pensar que gran parte de la culpa la tiene la dura época estival que vivimos, puesto que el exceso de calor debe afectar por igual las mentes de unos y otros, así pues considérenme incluido, e incluso a las instituciones y estamentos que pueblan la faz de nuestra administración. De otra parte, aclarar que esta profunda afectación mental parece darse también en época invernal y, tal vez, solo tal vez, porque no he tenido aún, que yo recuerde, al menos, la suerte de comprobarlo, puede que en época primaveral y otoñal.
—Mire —intenté razonar con el amable personaje— no hay nadie aquí, está vacío. Las sillas confidente —esas que, lejos de imprimirnos seguridad y confianza ante la administración, nos obligan a confiar nuestros secretos y revelar nuestros impuros actos burocráticos— de las mesas de los funcionarios están desocupas y los funcionarios, los que están, no están atendiendo a nadie. ¿No cree que podría dejarme pasar para intentar resolver una duda con ellos? Además, ayer, antes de ayer y el día anterior a antes de ayer ya estuve aquí; usted ya me conoce, todas las veces vine con cita previa, hablando cada vez con un funcionario distinto intentando resolver el desaguisado que, hasta donde sé, no ha sido provocado por mí, pero cuyas consecuencias estoy pagando con creces. Pero resulta que mi problema, según me informan en el teléfono en el que se solicita la cita previa, no puede resolverse con cita previa porque es una tramitación telemática y, fíjese usted, la tramitación telemática da error, por tanto, necesito que alguien me resuelva el problema ya que el documento que requiero, un certificado de estar al corriente de pago, que lo estoy porque pago mis impuestos, no puedo obtenerlo.

Juro solemnemente que mi tono de voz no fue elevándose a pesar de la parrafada que acababa de soltar, tal vez balbuceé alguna vez, o tuve que respirar entre alguna de las frases, pero mantuve la compostura a pesar de que era, pues eso, la tercera o cuarta vez que me presentaba allí. De haber habido quinta, le hubiera invitado a una cerveza: por los viejos tiempos.

—Tiene usted que pedir cita previa.
—Ya, —fui estúpido por no desistir—. El problema es que no me la dan. Porque mi tramitación solo puede hacerse por internet y no me da el certificado que pido. —Estaba intentando simplificar al máximo mi queja por ver si se trataba de un problema de entendimiento entre emisor y receptor, pero comprobé que no se trataba de eso.
—¿Ha pedido cita previa?
—No

Me alejé solo unos metros para que el amable señor, disfrazado a mis ojos de duendecillo gigante —paradójica, pero cierta descripción— verde con sombrero con borla en la punta y cascabeles alrededor de sus tobillos, pudiera oír la conversación que iba a mantener con el servicio de cita previa de la susodicha, no la he nombrado intencionadamente, administración.
—Buenos días, está llamando usted al Servicio de Cita Previa de la T…
—Hola, buenos días —respondí, tras activar el altavoz del móvil, con una sonrisa sardónica mirando directamente al duendecillo—. Quisiera cita previa lo antes posible.
—Solo puedo dársela a partir de mañana.
—Pero estoy en las oficinas de la T… ahora mismo y no hay nadie.
—Lo siento, pero la aplicación solo me permite darle cita a partir del día siguiente de la llamada.
Es una lástima que no pudiera ver la amable señorita que me atendía mi cara de pasmo porque: uno, mi estrategia, que era solicitar cita para ese mismo instante para que el celoso duende comprobase que no me la daban, se acababa de desmoronar; y dos, ya no podía mentir a quien amablemente me atendía pidiendo cita previa para otra gestión que sí se pudiera hacer en oficina y, tras obtener dicha cita y ser atendido por el funcionario de turno, indicarle que la finalidad de mi cita no era tal sino cual. Y atención que la segunda parte de mi plan no fue idea mía, sino de uno de los funcionarios al que ningún administrado estaba confiando sus más íntimos secretos administrativos y que, oyendo la discusión bizantina que estábamos teniendo el duendecillo y yo me recomendó que llamase para pedir cita previa solicitando ser atendido para una tramitación que no fuera la que yo requería. Tal vez, solo tal vez, hubiera sido más sensato que ese cordial consejero me hubiese atendido en ese mismo instante, pero: uno, tal vez el duendecillo le hubiese castigado, tras convertirse en malvado ogro de verde piel, con varios azotes y unos días en las mazmorras; y dos, puede ser que ese funcionario, como los otros que estaban escuchando atentamente el partido sostenido por el duende y mi persona, no tuviese capacidad, autorización o interés, que todo cabe en esta vida, para resolver mi problema.

El caso es que pedí cita para el día siguiente, cuarta visita, sí, créanme, cuarta visita, y me marché a mi despacho con un profundo desasosiego. Es necesario en este punto aclarar que el maldito certificado que requería lo necesitaba a su vez para justificar ante la administración, sí, ante la administración, esa a la que le pedía el certificado, que estaba al corriente de pago y que no tenía deudas. Está claro que no son las mismas administraciones y que, bueno, solo estamos en la era tecnológica, pero entiendo que tampoco podemos exigir que exista conexión entre unas administraciones y otras porque esa conexión, de existir, se daría con el envío de la información manuscrita acopiada en esportones que transportarían mulos de carga, escoltados por un mensajero a pie, y atravesando las serranías por caminos prácticamente infranqueables que separan los edificios en que residen unas y otras administraciones. De otra parte, curiosamente, resulta que ese embrujado certificado no podía tramitarse electrónicamente porque aparecía que existía una deuda con la hacienda, válgame dios, de algo menos de treinta euros que, sin saber de dónde provenía, había decido pagar hacía más de dos semanas, para evitar problemas, pensé ilusamente, con la finalidad de descubrir posteriormente la procedencia de esa deuda. Es decir que yo, con el justificante del pago de la deuda de procedencia desconocida en mi mano y presentado en la sede de la administración que certifica mi ausencia de deuda, no podía obtener dicho certificado porque la información no se actualiza, como consecuencia del envío de la misma en los citados mulos de carga, hasta casi un mes después de haber efectuado el pago.

En cualquier caso, al día siguiente, me presenté en la misma cueva, salvé el escoyo de la empinada cuesta que daba acceso a la entrada y casi sin mirar al duende, ahora con traje rojo, aunque era el mismo que el día anterior, y el anterior, y el anterior, …, traspasé el arco de entrada con el correspondiente sonido provocado por las llaves de mi bolsillo y ascendí la montaña hasta una cota cercana al cielo de donde decidí no moverme hasta que me fuera entregado el maldito certificado. Y así fue. Me sentía profundamente congratulado. Si bien, es verdad que el hada madrina que me atendió fue tan amable como su ordenador le permitió.

Prueba superada, pero esta no es más que la primera parte de la primera parte de la yincana con la que la administración me estaba retando a solventar un contrato con el que resultamos agraciados —es una forma de hablar, puesto que nuestro buen esfuerzo nos costó ganarlo— y al que sería necesario añadir varias pruebas más que iría superando con abyecta dedicación, para demostrar a la administración que soy un noble caballero, que mi armadura resiste cualquier golpe y que mi lanza y mi espada son capaces de penetrar el más resistente escudo. Y, ojo, entiendo lo de la seguridad jurídica —a pesar de que es un término que se aplica, a mi parecer, de forma desequilibrada— y entiendo que sea necesario que todos los que vayamos a manejar fondos públicos para desarrollar trabajos para la sociedad debamos demostrar, no ya que no nos vamos a quedar con esos fondos, cuestión absurda porque solo se remunera el trabajo una vez presentado, sino que tenemos capacidad para desarrollarlo con garantías.


Imagen: http://www.exteriores.gob.es/


En Mérida a 1 de septiembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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