Mi amiga la muerte. (Parte iii).



«Buenos días» Esa fue su primera frase. «Buenos días», me dijo. Supongo que uno tiene la tendencia a mitificarlo todo y considera que en un encuentro con un personaje de este calado (que yo tenía por inexistente) la primera frase, si es que se produce sin que mi muerte sobrevenga de forma inmediata bien por acción directa de la propia Muerte, bien por la impresión causada por semejante encuentro, debería ser más impactante, trascendental tal vez. Pero un «Buenos días» sencillo, educado, sin ambages, me resultó, si cabe, aún más sorprendente, aunque un tanto triste. En ese instante la música se detuvo, y la luz crepuscular se convirtió en tenue. Todo lo tenebroso que, durante unos escasos segundos, había llenado mi cuerpo de desasosiego, desapareció, como por arte de magia, o mejor, por arte de muerte.

—Siéntese ahí —me dijo, siguiendo con el mismo tono de cordialidad.

Señalé absurdamente con el dedo el único asiento libre que quedaba en la habitación con gesto interrogante.

—Pues…, sí —dijo sonriendo—. Salvo que veas otro sillón más cómodo.   

Lo dijo en tono jocoso, lo juro. Fue una especie de broma, como para romper el hielo que aún me escarchaba la sangre. Creo que hice una mueca intentando sonreír mientras depositaba mi cuerpo, que se movía con suma parsimonia, en el orejero. Notaba todos mis músculos agarrotados, torpes, incapaces de obedecer una orden de mi cerebro exhortando a una huida para ponerme a salvo en el caso de que la Muerte decidiese acabar conmigo. En realidad, casi agradezco mi torpeza de aquellos instantes. No caí en la cuenta de que, en presencia de la Muerte, no hubiera tenido sentido intentar escapar. Imagino que a un gesto suyo me hubiera desparramado en el suelo como un muñeco de trapo, ya sin vida. No habría servido de nada salir huyendo.

—Sigues asustado —no lo preguntó, lo afirmó y yo solo pude asentir sin dejar de temblar.

Pasó un instante en absoluto silencio.

—¡Tranquilízate, hombre!

Elevó el tono, levemente, creo que sin mayor propósito que llamar mi atención. Pero me sobrecogió y me hundí contra el respaldo del sillón. Dejé de ver lo que había a mi alrededor, solo podía mirarla a la cara, pero no la distinguía, era incapaz de diferenciar su rostro. No sé si era mi miedo o la oscuridad, pero apenas resaltaba sobre la tela del cabezal un contorno borroso y oscuro donde debían estar su nariz y su boca; apenas diferenciaba los ojos, claros, pero de color impreciso más allá del gris que permitía ver la exigua luz. Entonces caí en la cuenta de su voz, no parecía femenina, tampoco masculina, era una voz neutra, pero lo que realmente me había llamado la atención era el tono. Era el tono de voz de una persona con vida. Me resultó sumamente paradójico y al mismo tiempo absurdo, porque, claro, como fácilmente se entenderá, nunca había escuchado el tono de una persona muerta. «La Muerte habla como un vivo», pensé. Entonces la Muerte interrumpió mis pensamientos.

—Sí, ya lo sé: no me ves bien. Espero que no te importe, pero es que la luz de la mañana, a esta hora particularmente, es bastante molesta, al menos a mí me lo parece. Sí, ya lo sé: hablo como una persona cualquiera. Pero ¿qué esperabas?, ¿acaso un espectro flotante diluido en el aire, de voz vacía, que pulula a tu alrededor envolviéndote en una neblina que te va envenenando hasta acabar contigo?, ¿o un esqueleto informe envuelto en túnicas negras con una oz mellada y una capucha tenebrosa que arroja una sombra tétrica sobre el cráneo? Siempre pasa igual —terminó diciendo tras una pausa para suspirar profundamente—. Ahora pensarás que estoy respirando, ya te lo anticipo: sí, respiro, y no exhalo un vaho gélido que paraliza a quien me rodea, así que puedes estar tranquilo. Por cierto, hoy no morirás.

La verdad es que no sentí alivio cuando me dijo esa frase. Imagino que era una forma amable de ratificar (y postergar) mi muerte, así que no me tranquilizó. Tampoco es que yo me hubiera hecho una idea falsa del tipo: la Muerte me concederá la vida eterna. Aun así, que la Muerte te confirme que morirás no es agradable, a pesar de que no fue ningún descubrimiento que debiera sorprenderme. Siempre había pensado que mi vida tenía sentido porque en algún momento terminaría. Eso, paradoja aparte, me ayudaba (y me ayuda) a seguir viviendo, a disfrutar lo máximo posible de cada instante porque, al fin y al cabo, sabiendo que la vida termina tiene justificación que la disfrutes durante tu tiempo limitado, en la medida de lo posible. Evidentemente se sufre, es innegable, o se odia, siempre se dan razones para ello. Pero eso no quita que procuremos gozar de la vida amando o como cada cual considere.

—Buenos días —dije, sin conseguir que dejase de temblarme la voz, al fin.

—Menos mal, comenzaba a pensar que no sabías hablar. Esto pone más sencillas las cosas.

No entendí bien qué quería decir con «…más sencillas las cosas». No sabía bien a qué se refería, pero mi curiosidad pudo, extrañamente, con mi miedo y me atreví a preguntar tímidamente:

—¿Qué cosas?

La muerte sonrió, lo sé, aunque no lo vi.


—Tengo algo que contarte.


Imagen: Fotograma de la película «Les yeux sans visage», 1960. Director, Georges Franju.


En Mérida a 17 de septiembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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