El muro. (Parte ii).




Se creó un periódico semanal gratuito de carácter gubernamental cuyo nombre, poco original, la verdad, era «El Muro». Este informaba del proceso de construcción del mismo e incorporaba las opiniones (solo las favorables, como era de esperar) de personajes de renombre en la nación y de ciudadanos desconocidos que mandaban cartas al diario proclamando su incondicional apoyo al proceso. Cuando ya se habían construido varias decenas de kilómetros, el director del periódico, un familiar cercano al presidente a quien le había encomendado en sus propias palabras «… la difícil y de gran responsabilidad misión de convencer a los escépticos y convertir los subversivos», consideró, con el beneplácito del máximo dirigente, que era necesario incorporar un mapa del país en el que se marcarían aquellas partes que ya se habían completado y se pintarían con un código de colores, a saber: las zonas en las que estaba en marcha el proceso de expropiación, en rojo; las zonas en las que se estaban licitando las obras, en verde; las zonas en las que se estaban ejecutando los sondeos previos, en azul; las zonas donde se requería la contratación de operarios para la construcción, en naranja. Más colores fueron añadiéndose según se comprobó que era necesario aportar más información, incluso se optó por utilizar colores repetidos cambiando sus tonos para indicar el nivel de intensidad de la actividad. Al final, subyacía bajo esta encomiable idea, un vigoroso ánimo por conseguir que la gente comprobase cómo estaba evolucionando todo el proceso y que se convenciesen de las ventajas del mismo, motivo por el cual el citado director del periódico fue ascendido a ministro del Muro, sin que nadie se atreviese a hablar de nepotismo, aunque nadie se molestó en comprobar si los objetivos que se habían marcado con la creación de dicho periódico se estaban cumpliendo. Tal fue el poder alcanzado por el periódico que algunas de sus declaraciones se tornaron en leyes convirtiendo la desinformación en dogma.

Transcurrieron varios años hasta que el muro consiguió completarse casi en su totalidad. Las opiniones vertidas desde el gobierno eran, sin excepción, de rotundo éxito. Todo aquello que había motivado la construcción del muro se había logrado, según aseveraba el ministro del Muro, que ya no era el familiar del presidente que dirigió el periódico, procesado por malversación (y por contradecir en privado, en público no se hubiera atrevido, algunas decisiones del presidente): la inmigración se había eliminado, los inmigrantes legales e ilegales habían sido expulsados, las manifestaciones contrarias al régimen establecido habían sido erradicadas (este logro, aunque no pareciera directamente vinculado al de la construcción del muro se asoció al mismo desde los estamentos nacionales por una cuestión de estilo gubernamental), se cortaron las comunicaciones con el exterior, se eliminó la entrada de productos extranjeros y se suprimió la evasión de capitales. El muro no solo era una corpórea construcción masiva, sino que también había supuesto un armazón de fronteras infranqueables para cualquier persona, producto o información: «El mayor éxito de la historia de nuestra nación», se jactaba su presidente quien, por cierto, había promovido una enmienda a la constitución para perpetuarse en el cargo.

Tanto le había crecido el ego presidencial, inseparable del personal, que el dirigente decidió, considerando que lograría sin mayores dificultades el resultado deseado, por méritos propios o gracias a los aparatos del partido, convocar un referéndum para que la ejecución del muro se completase de forma íntegra cerrando la única puerta que el proyecto original contemplaba y que, en los últimos tiempos, no estaba dando más que problemas puesto que constituía el único acceso libre, aunque controlado, que quedaba al país. Dicha puerta se colapsaba día sí, día también, porque miles de personas, cientos de miles en ocasiones, se agolpaban para entrar y salir bajo la supervisión de la Policía del Muro, que también se creó exprofeso. El referéndum se convocó, el presidente dio instrucciones para que el resultado que se le mostrase fuese el real. La convocatoria tuvo una baja participación y, como quiera que el voto era secreto, el desenlace de la votación estuvo muy cercano a la derrota de la propuesta, cuestión esta que preocupó mucho al presidente, a pesar de que se publicó en todos los medios que el «Sí» arroyó en todo el país.

Tenía que hacer algo: se autoproclamó como el máximo adalid del estado y fomentó, gracias a las estructuras ministeriales, un fuerte sentimiento nacionalista y de arraigo que implantó en las escuelas, en los medios de comunicación, en los anuncios, y llenó de mensajes «estimulantes», como él mismo anunció, las calles, las plazas y los edificios administrativos, incluso ofreció recompensas, subvenciones y ayudas a aquellos que colaborasen en la difusión del mensaje. Nuevamente se jactó de un gran éxito con el que, ciertamente, convenció a algunos aprensivos, pero que también sirvió para aumentar el recelo en otros que mantuvieron su opinión en secreto por miedo.

Transcurrieron varios años desde que se anunciaron los resultados de la consulta y entonces, en un discurso televisado por todos los canales, dijo que el estado ya se encontraba en disposición de acometer la última fase de las obras y proceder con la clausura definitiva del muro. Y así, un día, sin más, el presidente se levantó, convocó tras el frugal desayuno a su Consejo de ministros y les dio las instrucciones pertinentes para que se iniciaran las operaciones de cierre total y definitivo del muro. «Así seremos totalmente libres», les dijo con una amplia sonrisa en la boca.


Imagen: El país.



En Valladolid a 23 de septiembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera



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