El día del tren.




Había una vez una tierra muy lejana donde vivía poca gente. Allí nadie iba porque nadie podía llegar. Estaba aislada, separada, abandonada. Sin embargo, aquellos valientes que se atrevían a adentrarse entre sus bosques, a atravesar sus llanuras, a caminar entre sus dehesas, quienes se atrevían a cruzar sus ríos, a subir sus montañas y contemplar sus valles recibían el calor de sus gentes y la generosidad del que tiene poco pero lo da.

Un día, uno de esos habitantes decidió salir de su tierra. Marchó adentrándose por sus bosques, atravesando sus llanuras, caminando entre sus dehesas, cruzando sus ríos, subiendo sus montañas y contemplando sus valles hasta que salió de la inmensa tierra en la que vivía. Llegó a una ciudad. No era como la suya. Era mucho más grande, aunque para él no tan hermosa. Encontró gentes de muchos lugares, gentes que iban y venían, gentes que conocían sitios tan maravillosos como el suyo, pero que no sabían de su tierra. Él les contaba, les intentaba hacer ver que aquello que existía en otros lugares también él lo tenía, en su tierra, pero la gente no le creía. «Esa tierra no existe —le decían algunos riéndose— si no se puede llegar»; «¿Estás seguro de que todo eso está allí?», le preguntaban otros incrédulos; «¿Cómo puedo ir?», intentaban averiguar los más, asombrados por tantas maravillas. Pero él siempre agachaba la cabeza triste y apesadumbrado, y respondía: «Es difícil llegar».

Decidió viajar más, buscar nuevos lugares, entender por qué costaba tanto llegar a su tierra si, en realidad, no estaba tan lejos. Descubrió cosas del pasado que le asombraron. Historias de pobreza en su tierra que le aterrorizaron. Los libros le revelaron cuánto sufrieron quienes habían vivido en su tierra y cuántos habían muerto por ella, pero no por defenderla, sino por vivir en ella, por intentar subsistir, por reclamar justicia, por pedir igualdad y por luchar contra el hambre que sufrían. Entendió, finalmente entendió, por qué su tierra fue la gran olvidada, la gran perjudicada, la expoliada por todos, por qué sus gentes sufrieron como nadie y, a pesar de todo, sus habitantes no guardaban rencor. Tal vez, pensó, no había resentimiento porque eran acallados con limosnas que los hacían algo menos miserables y les permitía una subsistencia más cómoda, pero en seguida entendió que se trataba de algo más profundo, algo arraigado a la idiosincrasia, forjada durante generaciones, de sus habitantes.

Descubrió como otras regiones fueron favorecidas con grandes prebendas por cuestiones que algunos denominaban «Deuda histórica». Intentó cuantificar esa deuda para su tierra, pero las cifras se disparaban y alcanzaban cifras astronómicas, valores sin sentido, irracionales. Comprobó que cuando estas regiones fueron beneficiadas se impusieron una serie de condiciones que facilitaron su desarrollo. Es decir, no solo les dieron la caña, sino que les ensañaron a pescar… y les dieron los peces.

Entonces, un día, convencido de que no habían sido justos con su tierra, decidió presentarse ante el primer mandatario del país al que pertenecía su región. «Ven conmigo —le dijo—. Te voy a enseñar una tierra extraordinaria». Sorprendentemente accedió, aunque tardó mucho tiempo en convencerle; seguramente fue su persistencia —que es una sutil forma de denominar a la pesadez— la que consiguió persuadirle. Tardaron mucho tiempo en llegar. El camino fue duro, pesado. Se les hizo eterno, pero finalmente llegaron. «¿Por qué es tan difícil llegar a este sitio tan maravilloso?», preguntó el mandatario. Le explicó todo lo que había averiguado. El mandatario lo desconocía y le escuchó atentamente. «Solo queremos igualdad. Pedimos, al menos, un tren digno para poder mejorar. Entiende que luego seguiremos reclamando más cosas, aquellas que consideramos que debemos tener. Aquellas que otros ya tienen y nosotros no. Sé que costará dinero, sé que conllevará una gran deuda, pero todo lo que se ha hecho por los demás también lo fue al principio. Nosotros aún necesitamos muchas cosas, como los demás las necesitaban hace tiempo y curiosamente nosotros también pagamos esa deuda; los demás deben pagar la nuestra ahora».

El mandatario regresó solo. «Quieren un tren —pensaba—. Tan solo quieren un tren, pero luego querrán más cosas, así me lo hizo saber». Reunió a su consejo y les expuso, convencido, la situación. «Costará mucho», le dijeron. «Lo sé», respondió. «No lo usará casi nadie», le reprocharon. «Lo sé», respondió. «No podremos amortizarlo», le insistieron. «Lo sé», respondió. A cada reproche, a cada excusa, a cada pretexto, respondía con la misma persistencia que habían mostrado con él. «Tendrán su tren —les terminó diciendo—. Es lo menos que podemos hacer por ellos».



Imagen: José Ramón Iadra, HOY.ES


En Mérida a 19 de noviembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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