El muro. (Parte vi).



—La gente intenta escapar, lo sabe, ¿verdad? Hacen agujeros en el muro, o más bien lo intentan. Lo construyó sólido —lo dijo como un reproche, sin disimulo—. Utilizan cualquier cosa que encuentran —le insistió la aya cuando acompañaba al presidente a la puerta.

El presidente la miró con cierto desdén, casi con indiferencia.

—No puedo creer que no lo sepa. No puedo creer que nadie se lo haya dicho. ¿Nadie se ha atrevido? ¿Cómo pueden haber sido tan cobardes?

—Claro que lo sé.

—No es cierto. Se acaba de enterar. Por eso ha venido a ver a la tía. Por eso ha venido a verme.

El presidente la miró nuevamente, en silencio, entornando los ojos para evitar que la intensa luz que atravesaba el patio en ese instante le deslumbrase. Sabía que se enfrentaría a los ojos de Angustias, sabía que ella no rehuiría su mirada. Los ojos se encontraron. Los de Angustias eran viejos, grises, habían contemplado muchas vidas, además de la suya, la del presidente, entre otras. No sentían miedo, no sentían vergüenza, nada podía cerrarlos más que su propia vejez con esas furibundas cataratas que nublaban su visión. Los ojos del presidente eran astutos, sagaces, impenetrables, duros, pero les faltaba vida, la vida que solo el tiempo, antes de quitarla, concede.

—Tengo que marcharme, —salió apresuradamente soltándole un recatado beso en la mejilla a su aya.

Subió al coche y le indicó al chófer que volviese al palacio de la presidencia. «Dese prisa», le dijo.

Al llegar se encontró a la secretaria esperando. Estaba visiblemente preocupada.

—Ya están todos dentro, esperando.

—Muy bien.

—Necesita algo antes, ¿algún informe?, ¿algún dato?

—Nada.

—¿Necesita que entre para tomar nota?

—No.

—¿Alguna otra cosa?

—María —le dijo impetuosamente—. Muchas gracias, todo está bien.

La secretaria se paró justo a la entrada del salón en el que se celebraban los consejos. Había hecho todo el recorrido casi a la carrera al lado del presidente y justo cuando este entró sintió que su corazón estaba acelerado. Intentó recuperar el resuello respirando profundamente. Estaba frente a la doble puerta de madera que acababa de cerrarse delante a su cara. De pie, asustada. Algo estaba ocurriendo, algo que ella no alcanzaba a entender, pero que le inquietaba, sobre todo porque desconocía de qué se trataba.

El presidente avanzó hasta su sillón mientras los ministros que ya estaban sentados se ponían de pie e inclinaban sutilmente la cabeza en señal de respeto. Algunos le saludaron, otros sencillamente bajaron la vista para evitar que les mirase directamente. Querían pasar desapercibidos, pero no eran demasiados.

El presidente se sentó. Los ministros hicieron lo mismo. Frente a él, al otro lado de la mesa, se encontraba el ministro de Interior. El presidente le miró. El ministro sostuvo la mirada. El silencio se apoderó de la sala.

—Alguien puede decirme qué ocurre —preguntó el presidente sin dejar de mirar a su amigo—. Alguien puede explicarme por qué no sé nada. Alguien puede encontrar una sola excusa que justifique cómo es posible que yo no sepa lo que piensa mi pueblo.

—Miedo —respondió el ministro de Interior.

—¿Cómo? —preguntó el presidente visiblemente alterado.

—Sí, miedo. Esa es la respuesta. Esa es la explicación. El miedo ha provocado nuestro silencio. Es lo que nos ha convertido en cómplices de esta barbarie que hemos causado en nuestro país. El miedo a la muerte, a la represalia, a la punición. Posiblemente algunos de los que están aquí hayan aprovechado ese miedo para su propio beneficio, algunos se habrán hecho partícipes de él, estimulándolo y agrandándolo para obtener réditos económicos o… políticos. Pero puedo asegurarle, señor presidente, que el miedo ha sido la causa de su desconocimiento.

—Me lo dices tú, mi amigo, en quien yo confiaba, a quien me traje para que me ayudara a hacer de nuestro pueblo un lugar mejor.

—Sí, se lo digo yo, precisamente por eso, porque me considero su amigo, —el tratamiento de usted era obligado en su presencia—. Porque sé que nadie más se lo contaría. Porque ya no tengo miedo. Mucha gente huyó mientras pudo. Los visados de gracia que se concedieron no eran para que marchasen y regresasen. Creo que nadie ha regresado. Cuando cerramos el muro, mucha gente se manifestó contra ese gesto y se les represalió, algunos fueron enviados a la cárcel, otros sencillamente desaparecieron. Eso nos permitió silenciar a la mayoría, pero la gente no quiere vivir encerrada. La gente quiere ser libre y ahora solo pueden serlo de pensamiento, pero si seguimos así, si seguimos adoctrinando, si seguimos torturando, que es lo que verdaderamente hacemos, terminaremos por suprimir esa libertad. Deseo que esto no ocurra. Hemos detectado como algunos grupos organizados, muy pequeños, la verdad; buscan escapar. Es muy difícil, lo saben, pero no cejan en el intento y lo hacen porque quieren ser libres. Aquí no les dejamos. No pueden ser felices, están encerrados, quieren...

—Muy bien. ¿Alguien quiere decir algo más? —le interrumpió el presidente. Creo que el ministro ha expresado muy bien su opinión. Es respetable como la de todos, yo, personalmente no la comparto y me gustaría conocer la opinión de alguno más de ustedes si tienen a bien proporcionármela o si, como dice nuestro querido ministro, el miedo que les inculco hará imposible que se manifiesten aquí, … supongo que sin libertad, tal y como insinúa el ministro.

Nadie dijo nada. El presidente se levantó de su sillón y comenzó a caminar rodeando al resto de ministros hasta llegar al extremo opuesto de la mesa y colocarse tras el ministro de Interior. Le puso una mano en el hombro. El ministro estaba tranquilo, aunque sintió que su hora había llegado. Nada podía hacer ya. Entendía que había hecho lo que tenía que hacer.

—Tú serás el nuevo presidente —le dijo.

Un murmullo silencioso alteró el silencio que se había hecho en la sala.

—¿Cómo? —fue lo único que pudo decir el ministro.

—Sí, tú serás el nuevo presidente. Podrás hacer lo que quieras, lo que te plazca. Tendrás total libertad —pareciera que hubiera subrayado la palabra con su entonación— para obrar como consideres. Organizaré una rueda de prensa para mañana por la mañana y lo diré. De aquí a entonces prepararé mi salida. Mi marcha. Huiré de este que es, que fue mi país. Huiré de estas que son mis raíces para adentrarme en un mundo que desconozco. Volveré, seguramente lo haré cuando compruebe qué ha ocurrido con mi muro, desde el extranjero, desde dondequiera que me encuentre y lo haré de forma anónima. Seguramente entonces ya no podría recuperar lo que en su momento fue mío, pero tampoco sería mi intención. Podéis estar tranquilos. No estará en mi ánimo volver a sentarme en el sillón vacío que tenéis ante vosotros, que tengo ante mí. Ese ya no será mi sitio.

Algunos ministros iniciaron unas tenues protestas intentando detener al presidente: «Usted es nuestro presidente», le decían unos; «No queremos que se marche», le pedían otros. La verdad sea dicha, casi ninguno quería que se marchase porque intuían que el que sería el nuevo presidente haría cambios, convocaría elecciones, abriría el muro, provocaría, en definitiva, una revolución para la que, entendían, no estaban preparados ellos, no el pueblo.

—La decisión está tomada —les dijo silenciando sus comentarios—. Ahora podréis marcharos, pero no saldréis del palacio. No quiero que intentéis nada, disculpadme esta falta de confianza, a pesar de vuestros años a mi servicio, perdonad que cuestione vuestra lealtad en este instante, pero debe ser así. No quiero que nadie intente cambiar lo que ya está decidido. Salid por favor, —los ministros se levantaron de sus asientos—. Tú no —le dijo al ministro de Interior.


Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 24 de noviembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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