Geometrías imposibles. Parte i.




La historia que les voy a contar es verdadera, tanto como lo puede ser mi existencia —si es que realmente sigo existiendo—. Poco importa cuándo aconteció, pero la inexorable sucesión de días, minutos y segundos transcurridos desde aquel instante me recuerda que fue hace poco más de un año.  Nada ha sido igual desde entonces por más que haya buscado nuevas ilusiones, nuevos retos, nuevas motivaciones que me ayudasen a superar la experiencia que viví, más bien sufrí, aquel día, porque nada puede parecerse a aquello que sentí.
La rutina ayuda, habrá gente que piense que vivir con una inercia monótona, constante y sucesiva puede ser letal, puede terminar con cualquiera, pero la realidad es que cierta constancia e incluso algo de automatismo te proporciona tranquilidad y sosiego en tu día a día rellenando ordenadamente tus vacíos —que siempre los hay y son aterradores—. Al menos eso pensaba yo.
Suelo acostarme tarde, muy tarde, cerca de las dos de la mañana. A las dos menos cuarto para ser precisos, pero no piensen que soy alguna suerte de maniático obsesivo compulsivo con la hora del sueño, es sencillamente que a esa hora apagan las luces de la calle donde vivo y, como el escaso sueldo que percibo no me da para más, no he logrado aún adquirir las necesarias cortinas, persianas o contraventanas que me protejan de esa maldita farola cuya lámpara se encuentra justo delante de la ventana de mi dormitorio —que también es salón, y cocina, y estar; así se hacen ustedes idea de mi precariedad y miseria—. Cualquiera podría pensar que, con muy poco ingenio y, por ejemplo, una caja de cartón sacada de la basura, vista mi gran escasez, se puede idear algún elemento que sirva como protección ante esa contaminación lumínica que no me deja descansar. Así es, y así lo hice, pero terminó siendo tan incómodo y poco práctico, en especial las ranuritas por las que se colaban rayitos de luz —nótese mi tono sarcástico—, que opté por acostumbrarme —¿recuerdan lo de la rutina?— a esa luz y cambié todos mis horarios para aprovechar precisamente el alumbrado público y ahorrarme algo de electricidad apagando mis luces y prosiguiendo hasta las dos menos cuarto con mi trabajo diario. En fin, son las consecuencias de mi infortunio.
No les he dicho aún a qué me dedico: soy aparejador, aunque poco he aparejado en los últimos tiempos, así que me aplico el título de ingeniero de la edificación, que convalidé convenientemente, suena muy rimbombante y además parece que sirve para todo —no sé si exageradamente o no, pero entre mis amigos ingenieros corre el bulo de que podrían llegar a visar un gato sin que nadie les pusiese pegas—, por más que solo me dedique a hacer informes periciales para un par de aseguradoras. Por cierto, también soy arquitecto, aunque habitualmente evito indicarlo porque tengo la sensación de me toman por un apestado cuando soy preguntado por mi profesión y revelo con la cabeza agachada, casi avergonzado, mi título, pero eso es harina de otro costal. Además, si he aparejado poco, imagínense cuánto he debido diseñar en estos tiempos que corren… En fin, en cualquier caso, confieso que los informes los suscribo como arquitecto e ingeniero de la edificación —aunque no siempre en ese orden—, lo cual, cara a los jueces y según me indican los abogados de las compañías para las que trabajo, parece que ofrece más garantías acerca de la seriedad y resolutividad —ya sé que esa palabra no existe, pero está permanentemente en boca de los letrados con los que trabajo— de mis periciales.
Acababa de terminar un informe solicitado con urgencia, como todos, acerca de un extraño y antiguo edificio: se trataba de un inmenso silo que poseía un fuerte carácter patrimonial y gran arraigo local, y que había permanecido cerrado durante mucho tiempo. Fue adquirido por una multinacional textil tras un proceso de exoneración y subasta llevado a cabo por la administración pública propietaria. El edificio se encuentra en un municipio de tamaño medio, que podríamos denominar, sin ánimo peyorativo, provinciano, donde actualmente vivo y donde cursé mis estudios primarios. El silo, tras las obras de restauración y rehabilitación pertinentes, que no tuve la fortuna, por más que lo hubiese deseado, de desarrollar, había manifestado algunas patologías definidas por la nueva propiedad como «extrañas y anómalas», que habían provocado un inadmisible retraso en la apertura con el consiguiente quebranto económico producido para la marca textil y el incremento inaceptable de los costes de reparación que, tras varios intentos, no parecían poner fin a las deficiencias surgidas. Esta situación condujo a la interposición de una gigantesca demanda a la administración pública, antigua propietaria, que fue acusada de vender un inmueble sin haber manifestado explícitamente la existencia de esos problemas, frente a lo que se argumentaba, no sin falta de razón, que el bien que se vendió había sido visitado en innumerables ocasiones por el comprador con sus técnicos no habiéndose detectado en ningún momento la existencia de las patologías de cuyo conocimiento y no revelación ahora le acusaban. En cualquier caso, la demanda intentaba resolverse extrajudicialmente en primera instancia, para lo cual la aseguradora que había intervenido en la operación me había encargado un informe preliminar.  
Esa misma mañana había efectuado la última visita al inmueble de todas las que había realizado en los últimos días bajo la supervisión del vigilante de seguridad de la empresa constructora, que aún no había abandonado el edificio, a pesar de que ya no proseguía sus trabajos allí, pero que debía ejercer su labor de vigilancia porque la nueva propiedad no quería recibir la obra mientras no se subsanasen las deficiencias aparecidas. La primera visita la hice unos días antes con los técnicos de la obra, con sus directores y con su jefe. Amablemente me explicaron el proyecto que anteriormente me habían facilitado y que contenía una amplia e ilustrada documentación histórica y un exhaustivo levantamiento del estado previo a la intervención en el que se reflejaba cada detalle, por nimio que pareciese, de la construcción. Además, fueron mostrándome la sucesión de inmensos espacios que respetaban escrupulosamente la configuración estructural inicial. Sin embargo, tal y como les indiqué y como resultaba obvio de apreciar, algo andaba mal. «Estas estancias no son como en el proyecto», comenté. Ellos asintieron circunspectos. De ahí en adelante la visita discurrió en un constante e incómodo silencio solo quebrantado por algunos comentarios que creía necesario hacer y que encontraron como única respuesta taciturnos murmullos que ponían de manifiesto la impertinencia, para ellos, de mis observaciones. Al final del día, tras las cuatro o cinco horas que estuvimos recorriendo el edificio sin descanso, les indiqué que necesitaría volver al día siguiente. No pusieron reparo alguno —tampoco se les iluminó la cara de alegría—, pero todos ellos indicaron que no podrían acompañarme. Así que la empresa dispuso que un vigilante de seguridad fuese mi compañero en las sucesivas inspecciones.
Analizando los datos posteriormente, ya en mi casa, deduje que era muy improbable que se hubiese producido el cúmulo de despropósitos en las medidas de las estancias que había evidenciado durante mi primera visita. Tomé muchas cotas que comprobé posteriormente en mi casa: ninguna cuadraba, pero, además, no es que fuesen pequeños ajustes, tolerables en una rehabilitación, los errores en las medidas de las estancias, sino que alcanzaban magnitudes incoherentes, irracionales. Yo no conocía al equipo redactor y director, como tampoco había trabajado nunca con el jefe de obra, pero me parecía increíble que ninguno de ellos se hubiese percatado de semejante disparate. De otra parte, pude comprobar que eran profesionales de primera línea y con contrastada experiencia en rehabilitación, así que me costaba entender lo que había ocurrido. No daba crédito a la comparativa que estaba haciendo: o el levantamiento inicial era una auténtica basura, a pesar de la aparente precisión con la que estaba dibujado, o durante la obra se habían producido ajustes que incomprensiblemente no se habían puesto de manifiesto en las actas de las visitas o en el proyecto final de obra, hecho este que me parecía sumamente extraño.


Imagen: Arquitecto Loco, Iván Cantos.


En Mérida a 11 de junio de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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