Una historia casi falsa. Parte i.



Rodó. Se despeñó colina abajo durante mucho tiempo, demasiado incluso para ella, acostumbrada a caerse y levantarse, a luchar por todo, a batallar cada peldaño de esa maldita escalera que tenía que subir una y otra vez. Cayó justo antes de llegar a la cima. No fue el cansancio lo que provocó su caída por más que estuviera exhausta por el esfuerzo. Fue un maldito tropiezo con algo que alguien, por envidia, por celo, por codicia, por inquina, por maldad, por lo que fuese, puso su en camino. No lo vio. Fue el exceso de confianza causado por la falta de atención que le provocó ver la cumbre de su carrera, esa que había buscado en perpetua oscuridad a pesar de los mapas (falsos) que le ofrecieron durante toda su existencia para guiarla. Nunca se lo perdonaría porque nunca tendría la oportunidad de hacerlo. Había sobrevivido a todo, pero en lo más profundo de su ser siempre tuvo la duda de haber vivido algo.

Sus padres querían un niño y el destino, o la naturaleza, tanto da, les ofreció una niña que se convirtió en mujer antes de tiempo para intentar agradarles. No fue suficiente. Luchó como un hombre, peleó como un hombre, pero se olvidó de vivir como una mujer porque nadie le enseñó a hacerlo. Nadie le explicó que vivir es el propósito de la vida: no trabajar, no triunfar, no superarse, vivir, solo vivir. Todos intentaron convencerla de que en el dinero, en el poder, en el éxito, encontraría el estímulo para seguir viviendo, y ella se dejó llevar porque todo eso era lo que siempre le habían dicho que debía lograr. Pero la realidad fue demostrándole poco a poco, por mucho que procurase negar la evidencia, que solo viviendo alcanzaría la finalidad de la vida, que solo viviendo podría ser feliz, que solo viviendo podría vivir. Y quería creer que, justo cuando iba a alcanzar esa meta inalcanzable, justo cuando pensaba que tocaría lo intocable, podría permitirse comenzar a vivir. Se había convencido de que esa sería la recompensa a su ímprobo esfuerzo. Ahora todo eso no importaba.

—¿Le ayudo?

Ella le miró con insolencia, altiva como era, como la habían hecho, ofendida por el ofrecimiento. Estaba sentada en el bordillo de un parterre de un parque de una ciudad. Desesperada en su corazón, porque era un auxilio que necesitaba, lo rechazó con vehemencia.
—No necesito tu ayuda.

Él se marchó sin insistir. Le dio la espalda y pudo contemplar que su traje, en apariencia impoluto, estaba desgastado: con la chaqueta roída y los bajos de los pantalones rotos. Los histriónicos zapatos de tacón tenían la tapa rota y el talón deformado. Ella sonrió satisfecha. Él no miró atrás, pero ella no dejó de mirarle hasta que desapareció.

Otro hombre se acercó y sin preguntar la golpeó. Solo porque estaba en el suelo, caída, tumbada, herida, sufriendo, solo porque era mujer y él hombre. Solo porque parecía una pordiosera, una vagabunda. Ella contuvo las lágrimas, pero no su rabia y se defendió intentando arañarle, pero él ya estaba lejos y se libró del ataque. Ella se enjugó la cara con la manga de la camisa destrozada en su caída y se limpió la sangre de la nariz con un trozo de tela que arrancó de sus pantalones. Blasfemó, impotente, a grito tendido, todo lo que pudo hasta que el cansancio y el hambre la silenció.

Una mujer se acercó más tarde a ofrecerle agua. Ella alzó la vista, le sonrió. Le pidió algo de dinero por el vaso y ella se lo recriminó:

—¿Cómo puedes pedirme dinero por el agua si ves que estoy muerta de sed?

La mujer, aparentemente avergonzada, guardó silencio, pero mantuvo el brazo firme con el vaso y la otra mano extendida mostrándole la palma y esperando las monedas.

—¿No vas a ayudarme?

La aguadora sostuvo la mirada de odio que la otra mujer le lanzó desde el suelo.

—Si quieres el agua tendrás que pagar.

—No tengo dinero aquí.

—Ve por él. Puedo esperar.

—No puedo moverme. Estoy herida.

—Dime dónde está el dinero y yo lo recogeré.

—No podrás cogerlo. Eres mujer.

—Como tú.

—No es lo mismo.

—¿No?, ¿por qué?

El silencio provocó la marcha de la mujer que acarreaba el agua. La mujer siguió en el suelo un rato más hasta que reunió las fuerzas suficientes para arrastrarse hasta un banco cercano donde, a duras penas, consiguió sentarse.

En el bolsillo de sus pantalones guardaba un pequeño monedero. No le gustaba llevar bolso. «Lo habría perdido en la caída», pensó orgullosa. Lo abrió y contempló la llave que guardaba. De poco le serviría allí. Mil veces hubiera preferido tener algún billete, algo que le ayudase a recomponer su vida destrozada por su culpa, por su propia culpa, o eso pensaba. Había sido educada exquisitamente, vivió en el seno de una familia adinerada en la que aprendió a vivir como un hombre rechazando su realidad, pero en la que la educaron como a una mujer para enfrentarse a la vida. Estuvo en los mejores colegios, en las mejores universidades. Estuvo entre los mejores puestos de trabajo, nunca en el mejor. Conoció a gente influyente, hombres y mujeres, pero todos, sin excepción, veían en ella a una mujer. Ella también veía en las mujeres a mujeres, mientras que a los hombres los veía como banqueros, médicos, catedráticos, ingenieros, fontaneros, carpinteros, etc. Las mujeres, sin embargo, siempre fueron mujer banquero, mujer médico, mujer lo que fuese. No fue consciente de ello en ningún momento hasta ahora que estaba recostada en el banco sintiendo cómo se clavaban sobre su espalda magullada y dolorida todas y cada una de las flores de hierro del respaldo, dejando sobre su piel unos tatuajes que perdurarían hasta su muerte. Entonces comprendió que verdaderamente era una mujer antes que cualquier otra cosa y eso le agradó, aunque sabía que no era suficiente, ni tan siquiera para ella.

Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 14 de agosto de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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