Una historia casi falsa. Parte iii.






Un coche de policía patrullaba por allí y la descubrieron con un fogonazo de los focos del vehículo. Uno de los agentes se bajó y sacó la porra. La golpeó ligeramente en el hombro. No sabía qué se iba a encontrar y tenía la otra mano apoyada en su pistola.

—¡Oiga!
»¡Oiga! —repitió, tras esperar un instante, golpeándola con la porra con más ímpetu.

María se removió. Entreabrió los ojos y vio la silueta del policía con la gorra excesivamente grande sobre un fondo luminoso que parecía una suerte de aureola alrededor de una mancha oscura.

—¿Tú eres Dios? —le preguntó sorprendida.

—¿Qué?

—Que si eres Dios.

—Es una borracha —le dijo a su compañero con un grito sin perderle la vista.

—¿Nos la llevamos? —le respondió desde el coche.

—Puf…, mucho papeleo, ¿no?

—Tú mismo.

María se sentó sobre los cartones, incorporándose apenas, recostada en la húmeda pared, húmeda por los orines de perro que la habían regado antes de que ella llegase.

—Usted no sabe nada —le dijo soberbia cuando supo que quien tenía frente a ella no era Dios—. Usted no sabe cuánto he sufrido.

El policía la miró extrañado. Su voz no era trémula ni balbuceante como estaba acostumbrado a oír.

—No está borracha, ¿verdad?

—No.

—Que le den, señora —le dijo mientras se daba la vuelta y se dirigía al coche donde su compañero le esperaba impaciente.

María no respondió. Volvió a sus pesadillas hasta que los camiones de reparto, horas antes del amanecer, la obligaron a levantarse con el ajetreo de la carga y descarga. Fue consciente de que necesitaba bañarse, olía mal. No sabía dónde podía ir. Preguntó entre los trabajadores, algunos la miraron con deseo, otros con desprecio, tan solo unos pocos respondieron «No sé» y uno, solo uno, le dijo que podía ir a un albergue que recogía a vagabundos, «Perdón por la palabra si te ofende —le dijo—, pero es lo que hacen allí: recogen gente necesitada, gente sin hogar». María le dio las gracias y se dirigió adonde le había indicado.

Llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Entró. Estaba vacío. Al cabo de un rato encontró a una chica que limpiaba el suelo en vaqueros y con una estrambótica camiseta de tirantes. Llevaba unos auriculares puestos con la música muy alta.

—Necesito ducharme —le dijo cuando la chica se recuperó del susto inicial.

—No hay naadie. Es veraano —alargaba la «a» con un marcado acento del este—. Esta noche daaremoss cena, pero los vestuarios no aabiertoss hasta invierno.

—Perdona, pero lo necesito. De verdad que lo necesito. —Su rostro expresaba profunda angustia.

—Miraa, no quiero perder traabajo. Essperaa hasta tarde. Llegaan las monjas.

—¿Tienes algo para desayunar?

La miró y comprendió:

—Essperaa aquí.

Regresó enseguida. «Acompáañame», le dijo. Llevaba un manojo de llaves. Abrió la cerradura y entraron en el comedor. Cogió un cartón de leche del oficio. Se lo ofreció. María asintió agradecida, aunque sin sonrisa. Sacó una caja de galletas abierta. Puso unas cuantas en un plato y echó la leche en la taza. «Lo ssiento, el caafé está bajo llave y no ess ninguna de esstaass», dijo con una sonrisa forzada. María asintió de nuevo, pero ya estaba concentrada en su taza donde mojaba las galletas. La chica se levantó sin decir nada y salió del salón. Cuando volvió, María ya había terminado. Le ofreció la mano y la invitó a seguirla. «Yo he paassado lo missmo que tú». María asintió. Supo que era verdad. La llevó a una habitación con cama donde el baño contiguo tenía agua caliente en la bañera. «Ess para ti», le dijo. María lloró, era su tercera vez, «Hasta siete veces siete», recordó algo de la Biblia o de los Evangelios, o de Dios, o de Jesús, no sabía bien y tampoco le importaba más allá del hecho de que sabía que podía llorar todo lo que quisiese, nadie se lo iba a impedir. El agua caliente desentumeció sus músculos agarrotados, contraídos, tiesos, paralizados. Se quedó tumbada, desnuda, tranquila, hasta que el agua comenzó a enfriarse. Entonces salió de la bañera. La limpiadora tocó en la puerta. «¿Estáass bien? —preguntó un tanto preocupada—, ¿necesitaass que pase?». «Ya salgo, ya voy», replicó María. El abrigo de la toalla la reconfortó, no quiso que la mujer que la había rescatado se acercase. Estaba agradecida, pero necesitaba soledad. Se vistió con las mismas ropas que llevaba desde hacía demasiado tiempo, las mismas ropas que olían a sangre, a sudor, a saliva. No pudo ponerse las bragas, eso ya era demasiado. Salió. «Gracias», le dijo. La chica asintió.

—¿Puedo regresar esta noche?

—Ssí, claaro.

No regresaría.


Imagen: Antonio López García – Mujer en la bañera, 1968.


En Plasencia a 10 de febrero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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