Una historia casi falsa. Parte iv y final.




Salió y caminó por la ciudad. Regresó al parque donde no hacía mucho —o sí— había sentido que su mundo se había derrumbado. Se sentó en el mismo banco en el que había sido violada y en el que quebrantaron su alma. Miró hacia arriba. Tenía la esperanza de ver a todos aquellos a los que se había encontrado. Quería que todo se repitiera otra vez, para defenderse, para matar. Sentía odio, un odio atroz que había vencido al miedo, pero que no había acabado con la vergüenza. Nadie pasó. Hacía calor. El sol implacable convertía en huidizas a las personas y nadie se atrevería a pasear bajo su precepto. Sacó la llave que guardaba en su monedero. La miró. Sabía qué significaba. Sabía qué puerta cerraba. Se levantó y se dirigió resoluta al centro de la ciudad, allí donde ahora, con su aspecto, sería mirada con desdén, con desprecio, con repugnancia, tal y como ella, no hacía demasiado tiempo, hacía con otras mujeres que mostraban su aspecto, poco importaba qué fueran, cómo fuera su alma, lo que los ojos veían era lo que juzgaban.

Paseó entre grandes edificios, mostró su rostro sin pudor, ¿por qué habría de tenerlo?, ¿acaso era ella culpable de lo que estaba sufriendo?, ¿acaso era ella responsable de su vida? Ya no. Hubo un tiempo en que pudo haberlo sido, hubo un tiempo en que creía tener el control, pero la vida, en nombre de otros, había decidido por ella y ahora, cuando nuevamente quería ser ella quien tomase las decisiones, debía enfrentarse a su propia vergüenza.

Frente a un espejo de un escaparate se paró. Se miró, no buscó sus incipientes arrugas que la alejaban de su prístina belleza. Miró más allá, miró en la profundidad de su alma. Vio cuánto había sufrido, vio cuán lejos de la felicidad había llegado y la habían llevado. Vio y siguió viendo durante un rato hasta que desde dentro encendieron las luces porque el crepúsculo invadió el día y retornó a su presente. Entonces se vio hermosa, fuerte, poderosa, invencible. No reparó en los harapos que llevaba puesto, ni en los zapatos rotos, ni en el pelo enredado, ni en el rostro demacrado. Solo se vio a ella y se reconoció.

Anduvo un buen trecho entre restaurantes caros y tiendas de lujo. Habían sido tantas las veces que había recorrido ese camino que no necesitaba ninguna referencia para guiarse. Gente con la que habitualmente se cruzaba, incluso gente que la había tratado, no consiguieron reconocerla. Toda su envoltura había desaparecido; de ella quedaban las cicatrices de las profundas heridas que sus dos vidas le habían provocado. No se sintió culpable, no, ya no, nunca más.

Llegó al edificio en el que estuvo su residencia, en el que había vivido durante los últimos años, en el que había desaparecido su propio ser no hacía demasiado, a pesar de que recientemente lo había encontrado de nuevo. Era un edificio de apartamentos muy caros, imposibles para la gran mayoría de la gente. El cristal dominaba, pero en su forma espejada porque nadie debía ver el interior, pero desde el interior todo se podía ver. El morbo indiscreto de los inquilinos se ponía de manifiesto mientras observaban a las gentes de una ciudad que se rendía ante la imponente figura del rascacielos. Se paró en el portal de entrada. Sabía que no podría penetrar; el portero no se lo permitiría por más que le conociese, pero no pudo reprimir sus ganas de verlo nuevamente e intentó traspasar el umbral.

—Lo siento señora —le dijo amablemente Pedro, ese era su nombre—, no puede pasar.
—Creí que este era mi cielo, pero ahora sé que en realidad fue mi infierno. No son estas las puertas que quiero cruzar. Sin embargo —prosiguió tras una larga pausa—, me gustaría verlo un instante. Pedro, déjeme asomarme al vestíbulo, solo le pido eso, solo será un momento.

—Dese prisa por favor, señora —le dijo el conserje reconociéndola, pero evitándola.

—No se preocupe.

Se asomó, vio, recordó y olvidó. «Muchas gracias, Pedro», se despidió alejándose orgullosa, casi podría decirse que feliz, si no fuese porque la felicidad le estaba vetada.

Llegó a su destino: incierto, atemporal, doloroso; adjetivos todos ellos que parecen contradecir el significado intrínseco de la propia palabra, pero que bien definen la realidad de lo que tenía frente a ella. Era su propia casa, la casa de sus padres, donde había vivido su infancia, la casa en la que pretendieron convertirla en hombre conservando su condición de mujer —son las paradojas de la vida que la sociedad pretende convertir en indiscutibles—, la casa que había sido su hogar y de la que huyó con el beneplácito de su padre y el consentimiento de su madre para buscar un futuro que, en realidad, ya estaba trazado por su propia familia. Un futuro que no previó la terrible caída que había sufrido, un futuro cuyo desenlace no era el deseado, pero para el que no recibiría ayuda alguna si su deseo era superarlo. Un futuro cuyo fin fue su principio.

Conocía cada recoveco de esa residencia. Recordaba en cada mancha, en cada desconchón, en cada esquina desgastada, en cada ventana rota, en cada rincón polvoriento, una escena de su infancia. Buscó y rebuscó en su memoria para perpetuar una sonrisa, un momento feliz, algo que la convenciese de no hacer lo que su odio la llevaba a hacer y por lo que sabía que terminaría sintiendo una profunda pena. Rodeó la casa y penetró por la puerta trasera para pisar, años —que le parecieron siglos— después, el abandonado jardín. Creyó ver, allá cerca del almendro, ahora mal desramado, sus muñecas escondidas en una caja para que «Padre no las vea», recordó tal y como le repetía su madre una y otra vez. Se descalzó y recorrió cada milímetro del bordillo del patio de la fuente, ahora seca, donde se salpicaba en las tardes estivales para refrescarse, para sentirse niña, asumiendo que recibiría la reprimenda materna, asumiendo que tendrían que cambiarla y ella se dejaría hacer, pero que ya nadie podría quitarle ese placer, que no diversión, de sentirse mojada, fresca, de sentirse, por un instante, niña.

Quiso entrar por la puerta trasera. Estaba cerrada. Buscó bajo los maceteros con flores marchitas la llave que siempre estuvo allí para que las criadas pudiesen entrar sin molestar a la señora, su madre, que solía dormir hasta tarde aquellas mañanas en las que su marido, su padre, se encontraba ausente por trabajo. Allí estaba, tras levantar el tercer macetero, sin haber perdido un ápice de confianza pues estaba absolutamente segura de que la encontraría, la halló, oxidada, maltrecha, descuidada, abandonada —como ella—. La sostuvo entre sus manos como quien recoge un pajarillo caído de un nido. La miró deseando que comenzase a volar. No lo hizo. La llevó hasta la cerradura y abrió la puerta sin dificultad, entonces voló. María penetró descalza. La tarima de madera rechinó acusando el esfuerzo de soportar el peso de alguien años después. No le importó. Siguió andando. La penumbra dio paso, cuando sus pupilas así lo quisieron, a una media luz que no necesitaba para orientarse. Caminó segura entre los muebles de la cocina. Las sillas estaban quebrándose, la mesa estaba agrietada, los muebles deformados, pero a ella todo le parecía reluciente, casi nuevo. Atravesó el salón para dirigirse a la entrada donde el cristal esmerilado de la puerta iluminaba las escaleras que debía subir. Allí estaba su padre, muerto, invisible para ella, pero presente, terriblemente presente, en su consciencia. Estaba de pie, en el rellano, mirándola, deseando ver en ella al hijo que nunca tuvo, hablándole con disimulado rencor, intentando trasmitirle un cariño que no sentía e intentando ocultar un odio imposible de callar y ella, allí frente a él, mirándole desde abajo, respondiendo con denuedo a su interrogatorio. Subió: un peldaño, otro peldaño, otro, al llegar al rellano, le esquivó. Él siguió mirando hacia el vestíbulo, hablándole a su hija, que acababa de llegar de la escuela, pidiéndole mejores notas, exigiéndole un mayor esfuerzo. Mientras, María, mujer, llegó al primer piso. Ahí estaba su madre, muerta, invisible para ella, pero presente, tristemente presente, en su consciencia. Estaba mirando hacia abajo, hacia la entrada, separada ligeramente de la balaustrada de madera carcomida, en la penumbra del distribuidor esperando pacientemente que finalizase el interrogatorio del padre, para ofrecerle secretamente a la hija el consuelo que sabía que necesitaba. María la esquivó apoyándose en el pasamanos que se quejó terriblemente y recogiendo el polvo de años de abandono. Llegó a su habitación. Los muebles estaban cubiertos con sábanas que fueron blancas y ahora presentaban un aspecto amarillento decadente. La cama no tenía colchón. La movió ligeramente, lo justo para dejar una de las lamas del suelo de madera libre, más aún, porque ya estaba suelta. La levantó. Había hecho ese gesto miles de veces, millones en su pensamiento. Sacó del entresuelo una cajita de hierro pintada con colores apagados. Su abuelo se la había regalado. «Guarda aquí tu infancia», le dijo. Ella entonces no lo entendió, pero ya sabía que su abuelo conocía su historia. Puso la caja en el alféizar de la ventana y quitó algunas de las tablas que protegían el hueco de curiosos indeseados, vivos o muertos. La luz encendió los colores de su urna —de su ataúd—. Sacó la llave que portaba desde que era niña. La miró y dudó. Al final la introdujo en la cerradura. Abrió la caja. Sonrió dulcemente. Estaba vacía.


Imagen de origen desconocido


En Mérida a 18 de febrero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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