El cielo es un agujero negro.




Una vez soñé, o viví, que me encontraba en mi propio horizonte de sucesos, justo entre el límite de lo comprensible y aquello que nuestra mente es incapaz de entender. Estaba en la frontera entre lo racional y lo irracional, en la línea que separa lo divino de lo humano. Sería difícil determinar si era yo, o mi subconsciente, o mi alma, o mi mente, quien allí presenciaba la terrible batalla que presentaba la luz a la oscuridad intentando escapar de ella —aunque bien podría ser la segunda quien huyese de la primera— de una atracción mortal, donde solo respuestas a preguntas desconocidas, inconcebibles para los mortales, podrían alguna vez hallarse. Creo que estaba de pie contemplando el brillo de la oscuridad mientras absorbía la tenebrosa luz que parecía pedir auxilio dirigiéndose a la nada, al todo, con un grito silencioso pero atronador que retumbaba en mis oídos más allá de lo físico.

En un instante indeterminado, inconcluso aún, iniciado hace eones y con millones de años aún por delante, sentí que mi cuerpo, o mi subconsciente, o mi alma, o mi mente, o todo, resultaba fuertemente atraído por esa misma oscuridad que ofrecía un viaje a la nada, por esa profunda negrura tras la que se esconde el cielo. Sentí que no tenía la fuerza suficiente como para luchar contra esa atracción, pero tampoco quería. No solo era una gravitación física, también era mental, emocional, sensacional. Mi yo quería dejarse llevar y mi cuerpo quería acompañarlo. Sin embargo, la luz me sujetaba, se aferraba a mí alejándome de lo desconocido, ofreciéndome mensajes de vida, de existencia, mensajes cuya información esencial no podría ser tergiversada por ningún agujero negro por más que este alterara su envoltura. Yo, expugnable, indefenso, inerme ante la magnificencia del universo, del ser, del existir, de lo irreal, desamparado ante la confrontación de la luz y la oscuridad, de la paradoja existencial, me mantenía erguido.

Mis ojos no veían, aunque estaban abiertos; mis oídos no oían, aunque prestaban atención; mi nariz no olía, aunque respiraba profundamente; mi paladar no degustaba, aunque ansiaba sabores; y mis manos no palpaban, aunque no dejaban de tocar. Todo mi ser se entremezclaba con la nada y con el todo, con el antes y con el después. No había tiempo, sin embargo, transcurría. No había espacio, sin embargo, ocupaba. Si el cielo existe, aquello era; si el infierno existe, allí mismo estaba. Complejidad y contradicción; simplicidad y lógica. Todo ello en un mismo espacio, en un mismo tiempo, en un mismo todo, en una misma nada.

De repente todo volvió a la normalidad, sin más. Volví a encontrarme en mi cama, tumbado, con el cuello retorcido en una geometría inverosímil que me permitía descansar y leer simultáneamente, sin hacer verdaderamente ninguna de las dos cosas: un sino eterno. En mi pecho, un libro dormitando, al igual que yo, protegido entre mis manos, también inermes. Un título querido, un título deseado, un título envidiado: “Breve Historia del tiempo: del Big Bang a los agujeros negros”. Poco importa la página, terminó siendo leído convenientemente, sosegadamente, pausadamente, intentado esclarecer con sus letras mi incredulidad, mi ansia de saber, mi incapacidad para comprender lo que es —o puede ser— infinito y eterno en mi limitada condición, desgranando cada párrafo como si la verdad estuviese justo ahí y pudiese escapárseme, como así ocurrió. No encontré la verdad, no encontré la respuesta a una pregunta etérea, vaga, imposible. Hawking no me respondió, porque no existe respuesta, porque no existe la pregunta precisa, porque escapa a nuestro entendimiento la realidad absoluta. Solo algunos como él logran acercarse algo más a la esencia del universo, a la esencia del ser, a la esencia divina, exista o no. Solo algunos como él diluyen la imagen de dios en el horizonte de sucesos, en un equilibrio quimérico entre la luz y la oscuridad para dejar entrever que el cielo es un agujero negro donde no todos quieren ir, pero donde todos terminaremos.


A Stephen Hawking. Fallecido el 14 de marzo de 2018.

Fotografía de Stephen Hawking. Fuente desconocida.


En Mérida a 17 de marzo de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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