La casa sin puerta. Parte i.





No hace mucho tiempo vivió cerca de casa un señor muy extraño. No recuerdo cómo se llamaba, tal vez nunca lo supe, lo que sí recuerdo perfectamente es que se comportaba de una forma, digamos… poco habitual. Comenzó a vivir en una casa que llevaba vacía mucho tiempo en el barrio. Era una casa muy antigua, deteriorada, de madera, y tenebrosa en las noches de tormenta, aunque, para ser sincera, cualquiera casa abandonada puede resultar tenebrosa en una noche de tormenta. Lo que sí que recuerdo es que era muy gris, de un gris tan oscuro que casi no se percibía de noche. Estábamos tan acostumbrados a ella y a su soledad que apenas si reparábamos en su existencia. Sin embargo, estaba allí, como bien nos hizo recordar su nuevo inquilino.

Llegó un día de diario, andando, sin más. Subió las escaleras del porche, se acercó a la puerta, quitó el candado que la cerraba utilizando su propia llave, encendió una linterna y entró. La puerta no se volvió a cerrar. Nunca. Creo que nadie se percató de su llegada. Yo sí porque vivíamos justo enfrente y cuando llegó yo estaba en el salón leyendo. Le vi a través del cristal. Él giró la cabeza y miró hacia atrás, hacia donde yo estaba, como si se hubiera dado cuenta de que le estaba observando. Inconscientemente, y algo asustada, aparté la mirada y volví a mi libro, pero ya no pude seguir leyendo. Me levanté del sofá y me acerqué al ventanal para correr las cortinas. No sé si lo hice por miedo, por pudor o para tener una excusa con la que poder observarle. Volví a mirar, de forma despreocupada, desinteresada, solo para comprobar si seguía allí, solo para asegurarme de que no era una especie de ilusión de mi imaginación. Entonces vi la puerta abierta, él ya había entrado, y me llamó poderosamente la atención. No comprendo bien por qué ocurrió, pero, de algún modo, supe que esa puerta ya no volvería a cerrarse. Me aparté ligeramente hasta colocarme tras la jamba de la ventana para poder seguir mirando hacia la casa sin que él, ni nadie, pudiera descubrirme. Y seguí mirando. Estuve cerca de dos horas allí detrás, escondida, en mi propia casa, esperando no sé bien qué, hasta que se hizo de noche y entonces, de forma inopinada, todas las luces de la casa se encendieron.

Aquello me sorprendió y supongo que como a mí a todos los vecinos del barrio, al menos a los que vivíamos cerca de la casa. Nuestras luces se apagaron, todas. A esa hora, habitualmente, la gente llegaba a casa del trabajo, preparaba la cena, veía la tele un rato, leía, descansaba, conversaba «¿Qué tal en la oficina?», «¿Pudiste llegar a tiempo?», «Mañana tendré que salir antes», «Esta cena está riquísima», «Habrá que comprar algo que el frigorífico está vacío», «¡No vuelvas a decirme eso!», «¿Cómo ha podido olvidársete?», «¿Viste el mensaje que te dejé», «Te quiero tanto, mi amor», pero aquel día todos, en silencio, apagamos la luz y todos, absolutamente todos, observamos tras nuestras cortinas, persianas o visillos la casa oscura con las luces encendidas. La luz escapaba a raudales por todas las ventanas. Las contraventanas y los tablones que protegían y ocultaban los huecos habían desaparecido. Podría jurar que nadie los había quitado, podría hacerlo porque estuve mirando toda la tarde y no vi que el nuevo vecino lo hiciera, sin embargo, allí estaban todos esos ojos brillantes de los que salía una inmensa cantidad de luz resplandeciente que, más que mirar, parecían pedir ser mirados. Aunque de donde más luz salía, donde más sorprendía el centelleo era precisamente en la puerta, la puerta de entrada que seguía abierta y donde la luz brillaba tanto que uno tenía que entrecerrar los ojos para poder mirarla directamente. Solo de vez en cuando una suerte de silueta entornada y difusa con forma aparentemente humana oscurecía levemente las ventanas, pero cuando pasaba por delante de la puerta, cosa que hizo varias veces mientras estuve curioseando, parecía que el fulgor aumentaba. Era imposible ver qué ocurría dentro, era imposible distinguir nada en ninguna de las habitaciones que poblaban la casa y que, como yo, muchos de mis amigos, hijos de los vecinos, conocíamos perfectamente porque, a pesar de que la casa era muy tenebrosa, acostumbrábamos a entrar, en un evidente allanamiento, a mirar, a curiosear, a investigar, o sencillamente a demostrar cuán valientes —o temerarios— éramos. La última vez que entré yo misma fue hace no más de un mes. Siempre lo hacíamos por una puerta de la casa que daba al patio trasero donde un cercado separaba la parcela del parque en el que nos solíamos juntar los fines de semana que hacía buen tiempo, algo no demasiado frecuente por aquí. Nos retábamos a entrar, o jugábamos a cualquier juego que se nos ocurriese y quien perdía, indefectiblemente, tenía que entrar en la casa oscura. Le ayudábamos a saltar la verja y luego, una vez dentro, tenía que asomarse, si le era posible, o al menos sacar la mano por alguna rendija de alguna de las ventanas para demostrar que realmente había entrado. Nunca ocurrió nada, aunque, la verdad es que lo más probable es que hubiera sucedido alguna desgracia, nada que ver con hechos extraordinarios o paranormales, sino, sencillamente, porque se trataba de una casa antigua, destartalada y sin luz donde tropezar era lo menos que te podía pasar.

«Ya está bien de tanto espiar, ¿no te parece?», eso fue lo que me dijo mi madre para que dejase de contemplar el espectáculo que sería la comidilla del día siguiente en el ultramarinos de la esquina, donde todos los vecinos hacían las pequeñas compras del día a día. «Déjame un ratito más, por favor», intenté convencerla. «No, cariño, mañana hay que levantarse temprano y ya es muy tarde», me dijo mientras me daba una palmadita en la espalda y me recordaba que tenía que lavarme los dientes y limpiarme bien la cara antes de dormir. Yo me fui a la cama, pero ella se quedó curioseando tras la cortina del ventanal del salón cuando, justo entonces, la silueta volvió a aparecer.


Imagen de origen desconocido


En Mérida a 10 de marzo de 2018
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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