La casa sin puerta. Parte ii.



La mañana fue de lo más anodina. En realidad, apenas le presté atención a nada de lo que ocurría a mi alrededor. Mi mente estaba en la casa, en la luz, en la silueta, por más que mi cuerpo estuviese en clase, en el polideportivo o en el comedor. Sin embargo, me di cuenta de que había otros compañeros que parecían idénticamente absortos, ensimismados. Tal vez ellos también se percataron de mi distracción. No sé. Lo que es seguro es que esos en los que detectaba un comportamiento extraño, diferente, eran vecinos. Vivían en mi barrio y, aunque no tenían su casa frente a la casa abandonada, que ya no lo era, es probable que se percataran de la llegada del nuevo inquilino. Quise acercarme a alguno de ellos para preguntar, ya que eran del grupo con el que solía jugar por las tardes en el parque, pero cada vez que intentaba acercarme, algo me retenía, no sé si era pereza, tedio o inquietud. El caso es que no hablé con nadie y cuando me preguntaron, yo, que siempre había sido de lo más dicharachera y social, apenas respondía con monosílabos y lanzaba evasivas para no tener que iniciar conversación alguna con nadie. Yo misma me extrañaba de mi propia actitud, lo cual, lejos de parecerme raro, me resultó de lo más cómodo. Lo que sí que recuerdo perfectamente es que me sentía muy contenta. No sabría decir por qué, pero estaba feliz. Sí, feliz.

A mediodía mi padre fue a recogerme al colegio. No hablamos prácticamente nada, a pesar de que mi padre no dejó de preguntarme durante todo el camino sobre qué había hecho durante toda la mañana. Recuerdo que me preguntó: «¿Te pasa algo?» Y es que normalmente tenía que mandarme callar. «Nada —le respondí—, nada papá». Entonces me dejó. Imagino que no sabía cómo sonsacarme lo que me había pasado, aunque la verdad es que ni yo misma era consciente de que me pasase nada, así que poco habría podido decirle.

Cuando llegamos a casa, mi madre también me preguntó qué me pasaba. ¿Cómo podía saber que algo ocurría si ni siquiera había hablado conmigo? Además, mi padre no podía haberle dicho nada. Supongo que por eso las madres son madres. En fin, intenté disimular diciendo que tenía mucha tarea que hacer y que necesitaba ponerme a trabajar inmediatamente y me fui a mi habitación. Cerré la puerta, me tumbé en la cama y oí cómo mis padres hablaban sobre mí mientras comían. La verdad es que no parecían muy preocupados, aunque yo comenzaba a estarlo: preocupada por mí misma. En un momento dado les escuché hablar sobre el nuevo vecino. Fue mi padre: «¿Has visto al señor que se ha mudado frente a nosotros? —le preguntó—. Hoy me han hablado de él en el trabajo». Mi madre le respondió: «Pues no, no me he dado cuenta». No entendí muy bien el porqué de la respuesta de mi madre, sobre todo porque obviamente sí que era consciente de que alguien nuevo se había metido en la casa de enfrente. El caso es que intenté escuchar con más atención el resto de su conversación, pero apenas si se les oía. O eso, o estaban hablando en susurros. No sé, como si tuviesen miedo de que les escuchase. Al cabo de un rato salí diciendo que ya había terminado mis tareas. «¿Tanto no tendrías que hacer?», insinuó mi madre. «Bueno, quiero descansar un poco —respondí ufana—. Voy al parque.» Y fui allí, a pesar de la mala cara de mis padres, pero al salir de casa no pude evitar mirar hacia la casa sin puerta. Estaba allí, con la puerta abierta de par en par. Sin luces, al menos no se veían, pues aún era de día. El resto de huecos, las ventanas, estaban ya cerradas. Algunas tenían las contraventanas echadas, otras solo tenían cortinillas que, a través de la luz de los cristales, se veían muy oscuras aunque juraría que el día anterior, cuando estaban abiertas, eran de color claro. 

En el parque nos juntamos los de siempre: un grupo de chavales de la misma edad, aunque no todos íbamos al mismo colegio, que compartíamos, más o menos, los mismos entretenimientos. Al menos en el parque. Debo reconocer —ahora puedo hacerlo— que teníamos una edad muy difícil. Sí, esa edad en el que todos cambiamos, en la que comenzamos a ser mujeres y hombres, y dejamos de ser niños. Así que no me extrañó que esa tarde no estuviésemos muy habladores. El caso es que finalmente fui yo quien dijo si jugábamos a algo. Jugar era algo que comenzaba a estar, digamos, pasado de moda. En todo caso, lo que se podía proponer era hacer algún deporte, pero no fue así. Recuerdo que siempre que proponíamos algún juego en los últimos tiempos tenía que ser de carácter físico. Los chicos tenían que mostrar su superioridad recientemente adquirida porque, hasta no hacía mucho, nosotras éramos más altas y más fuertes —y diría que más listas— que ellos, pero ya estábamos cambiando y ellos habían comenzado a desarrollarse de verdad con lo que nos estaban superando en esas cualidades —no la de la inteligencia—. Hicimos dos grupos, chicos y chicas, y nos pusimos a correr como locos por el parque. Los chicos nos perseguían y nosotras íbamos siendo atrapadas una tras otra. Yo fui la última en caer, cuando ya la tarde había caído, sin poder salvar al resto de mis compañeras: perdimos. Como siempre, los vencedores propusieron un castigo y como casi siempre debería tocar entrar en la casa abandonada que ya no lo estaba como todos sabíamos, pero ninguno había querido reconocer. Alguno de los chicos fue el que lo insinuó. Alguna de las chicas dijo si no se habían dado cuenta de que alguien ya vivía dentro. Ellos nos llamaron cobardes, o gallinas, o algo parecido y comenzaron a burlarse de nosotras. Al final dije que yo entraría. Todos se callaron, creo que nadie pensaba realmente que alguna de nosotras aceptase entrar. Imagino que ellos pensaron que nadie estaba tan loca —y ojo que yo no creo estarlo— como para decidirse a aceptar el reto a sabiendas de que alguien ya vivía allí. Así que cuando me ofrecí intentaron disuadirme tanto ellos como ellas. «Ya está decidido, voy a entrar», dije convencida. 


Imagen de origen desconocido.


En Plasencia a 25 de marzo de 2018
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/


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