Martes y cuarenta años.



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Toda historia escrita tiene detrás una historia vivida. Este es el primer libro que publico -ojalá no sea el último-. La verdad es que he disfrutado muchísimo escribiéndolo y ya hay un par de libros más que vienen detrás y que verán la luz próximamente -léase lo ambiguo del término-. Os dejo aquí el primer capítulo del libro con un extracto de la nota al lector con la que quise introducirlo. Espero que os guste.


Este es un libro denso, es un aviso y a la par un consejo. No quiero decir con esto que sea difícil de leer, pero seguramente resulte complicado hacer un ejercicio de lectura “vertical” o “diagonal”. Se trata de un libro que se sumerge en el alma de los personajes escudriñándoles cada rincón y extrayéndoles lo mejor y lo peor que tienen como seres humanos, sus virtudes y sus debilidades que se muestran acompañadas de cavilaciones acerca de los sentimientos de los hombres. Estas reflexiones, que atañen a nuestra vida, se intercalan entre las descripciones y los diálogos de los personajes. Aparecen ocasionalmente en plural mayestático y la mayor parte de las veces en primera persona, tal y como se narra la historia.

           Javiera baila


Martes y cuarenta, martes y cuarenta…, sabía que no era cierto, pero mi madre solía repetirlo cada vez que la visitaba. Reconocía en su rostro el tiempo olvidado de su juventud durante la que, según todos recordaban, fue la mujer más hermosa de la comarca. Su tez clara y su delicada piel fueron codiciadas por los jóvenes de las familias más poderosas; también los pobres la deseaban. Los primeros, propietarios de grandes latifundios que sobrevivían a los avances tecnológicos y revoluciones industriales gracias al empobrecimiento sin mesura de los pequeños agricultores, que trabajaban como auténticos esclavos arando, sembrando y recolectando las infinitas fanegas de frutales, olivares, encinares y demás cultivos que circundaban sus haciendas, aquellas en las que estos jóvenes recibían la más exquisita formación de manos de algunos privilegiados estudiantes que consiguieron emigrar a la ciudad para formarse en la universidad, que finalmente regresaron para mantener a sus humildes familias. Eran, en definitiva, otros esclavos más, no de manos callosas y pieles quemadas por las eternas jornadas en el campo bajo el abrasador sol, sino como jóvenes de chaqué, pantalón de paño, libro bajo el brazo y anteojos de alambre con cristales gruesos que resaltaban el, por aquel entonces, novedoso aspecto intelectual. Los segundos, los más pobres, con muy poco que ofrecer, también eran rechazados. Para estos la historia no se digna en ofrecer explicación. Javiera, Javita, recibía lisonjas por doquier y resultaba extraordinariamente entretenido contemplar las terribles luchas, no demasiado beligerantes, pero tampoco demasiado sutiles, entabladas entre los hijos de los terratenientes en los bailes festivos del pueblo. Usaban como únicas armas sus encantos y su único fin era sacar a bailar a la hermosa Javiera. Pero aclaremos que no solo los jóvenes eran contrincantes en esta belicosa lucha, ya que la propia Javiera lo era a su vez de todos ellos. Tal vez tan solo era un juego, pero utilizaba su fulminante mirada como única y definitiva arma que impedía acercarse un ápice a aquel que ella consideraba indigno de su graciosa compañía, mientras sonaba el compás de la copla que la orquesta del pueblo repiqueteaba. Desgraciadamente para Javiera, existía, como en toda guerra que se precie, un tercer elemento cuya sombra arrojaba sobre su mirada una injusta y resuelta autoridad que solía determinar el vencedor de la batalla. Su padre, Pedro. Sentado siempre a la izquierda de Javiera, ocupando la posición central entre ella y su mujer María, la madre de Javiera, tan solo tenía que hacer un leve, casi inapreciable e imperceptible gesto con su pierna derecha, que apenas si movía los bajos de su pantalón de pana, contra Javiera, pero que bastaba para que su hija aceptase indiferente la invitación de Carlos, hijo de don Tomás, dueño de la mayor finca de toda la región y que había elegido a Pedro como nuevo capataz de su cuadrilla de trabajadores. Decían las malas lenguas que Pedro se había acercado a don Tomás para ofrecerle a su hija a sabiendas de que Carlos estaba enamorado de ella y, a pesar de que siempre había hecho todo lo posible por conseguirla, también recibía siempre como respuesta la tajante negativa de Javiera, cuyo orgullo y soberbia belleza le confería unos aires frente a los adinerados que, de otro modo, y desde su más absoluta pobreza, no se hubiera atrevido jamás a tener. Quién sabe qué había de cierto en esas habladurías, pero, en cualquier caso, la fuerte personalidad paterna y su, generalmente arisca, actitud para con su hija hacían que Javiera obedeciese sin oposición la sutil, pero categórica, insinuación de su padre a aceptar el ofrecimiento de Carlos y así evitar avergonzar a su madre con enfrentamientos públicos y discusiones que terminaban normalmente con el llanto de Javiera que marchaba desconsolada a su casa.

Como cualquier otro sábado de verano, esa noche habría baile. Madre, te pido por favor que me ayudes; Que no me obligue padre a bailar con Carlos, sabes que no puedo soportarle, es un engreído, María con su materna bondad le responde, Hija mía, debes entender que tu padre solo quiere lo mejor para ti; Piensa que Carlos es buen hombre y, si te casas con él, tendrás una vida despreocupada a su lado. Nadie entiende mis sentimientos, solloza Javiera. Javiera ya es casi una mujercita que desea su libertad, pero nadie le pregunta qué quiere y nadie le consuela en su llanto. Jamás le ofrecieron una mano en la que apoyarse. Nació para servir, ese es su sino y no hay alternativa posible en el entendimiento de su madre. Si tan solo pudiese…, quizá no es cuestión de poder, puede que se trate de valentía. Javiera es joven y nadie le enseñó a ser libre, nadie le explicó que para serlo se ha de ser valiente, y el valor, solo la experiencia lo da. No es así, padre solo desea que don Tomás le mantenga como capataz, se siente poderoso dirigiendo a los que antes eran compañeros suyos; Ansía miradas condescendientes de don Tomás mientras obliga a obedecer a golpe de voz y a veces de látigo a sus empleados para que realicen las tareas que antes eran también suyas; Solo se preocupa por agradar a don Tomás, madre, ¿no ves que no es otro su interés? María, entrada en canas por una vida para el trabajo que dejó y aún deja en ella callos, cicatrices y endurecimientos, no solo en las manos, donde todos lo podríamos ver, sino también en el corazón, le grita alterada, ¡Padre solo quiere nuestro bien y nada más que no pasemos hambre, ni suframos carestía alguna!; No debes pensar así de él, es un buen hombre. Madre, solloza Javiera, Madre, no… no puedo, madre, Javiera se ahoga en sus lágrimas, sabe que su madre no quiere entenderla. Javiera suele oír desde su habitación el eco de los silencios nocturnos de ambos cuando su padre llega del campo y su madre le tiene preparada la cena. No hablan, si Javiera no estuviese ya en su alcoba comprobaría que ni se miran, tan solo acierta a escuchar palabras que ella cree sueltas, pero que son en realidad las únicas, solitarias, aisladas en el silencio de la noche, Pan, y al tiempo… Vino, pronunciados con el gutural sonido producido por la garganta de su padre. Suena el chirriar de la silla al alejarse de la mesa y un leve golpeo de la servilleta al ser arrojada por Pedro después de levantarse, no hay más. María recoge la mesa y friega los platos: duele, a Javiera le duele, no cree posible que tantos años viviendo juntos solo dejen Pan… y… Vino. No hay consuelo si no hay palabras para consolar y Javiera no las conoce, ni de su madre ni de su padre.

María se acerca a la cocina, se restriega las manos en el trapo y se prepara para cocer el pan después de terminar molida por las horas de telar para la mujer de don Tomás. Sabe que mañana no tendrá tiempo. Debe levantarse temprano para encargarse del huerto que ahora Pedro descuida porque marcha desde el alba a la hacienda de don Tomás a preparar los aperos del campo que deberán usarse durante toda la jornada. Será domingo, sí, pero el campo no sabe de fiestas y solo a veces el pueblo concede respiro a sus habitantes organizando bailes el día antes del señor, para luego, a la tarde del siguiente, poder asistir a misa. Si le preguntasen a María si no preferiría descansar un poco antes de marchar al baile y poder arreglarse y verse guapa como es, su respuesta sería Me encantaría, pero el miedo al hambre y en ocasiones al hombre, es mayor que el cansancio. Sabe, sin embargo, que de poder hacerlo Javiera encantada la maquillaría y le ayudaría en los últimos remiendos del vestido que orgullosa luciría ante su marido, como cuando se moceaba entre los y las jóvenes del lugar, antes de que Pedro, ruborizado, le pidiese un baile que se convertiría en su último y único baile. Su último baile con ningún otro hombre, su único baile con nadie. A veces, las palabras, incomprensiblemente, se adelantan a los pensamientos y en estas ocasiones, como es difícil borrar el papel cuando sobre él ha caído la tinta, se debe rectificar de algún modo para aclarar que María solía bailar con Javiera entre sus brazos cuando no era más que un bebé. Bailaba con ella, no pensaba en su marido porque, aunque ya hoy lo olvidó tras demasiados años de matrimonio, por aquel entonces María tampoco era feliz; se sentía presa e indefensa y, a pesar de que el sentimiento no lo podría haber descrito con sus propias palabras, le faltó enseñanza y le sobró trabajo, se veía atrapada por una vida que no era la suya, era la de Pedro, para quien ella no era más que su mujer, algo de su propiedad. ¿Cuántas veces había deseado que su padre no le hubiese rozado con los bajos de su pantalón o que su madre la hubiese mirado con un gesto desaprobatorio? Entonces no habría bailado con Pedro, probablemente ahora no sería infeliz, pero tampoco hubiese tenido a su hija. Era lo único que le permitía mantenerse viva. Mucho tiempo, mucha más vida había pasado desde ese instante y las palabras de Javiera, rogándole que la ayudase para no verse obligada a bailar con Carlos, obligada a repetir su vida, la iluminaron por un instante, un minúsculo fragmento de tiempo que a ella le supo a eternidad. Javiera, debes prepararte si quieres ir a la plaza. No madre, déjame ayudarte, te traeré la harina. Está bien, pero recuerda, no seas mala, te ayudaré con padre. Ya se olvidaron las discusiones y los gritos de hace un momento, madre e hija, hija y madre se miran. No se hacen revoluciones con insurrectos, son las mentes despiertas e inteligentes las que, meticulosa y escrupulosamente, deben medir y valorar los pasos a dar. Padre no llegará hoy muy tarde, debe vestirse e irá a tomar un vaso de vino a la tasca antes de volver a recogernos para salir a la plaza, procura ser amable con él; Sé una buena hija y dale un beso cuando llegue, seguro que ya se le pasó el enfado de ayer cuando dijo que hoy don Carlos querría bailar contigo… Madre sabes que no fue así, quería obligarme a que lo hiciera, desea alzar la cabeza y poder mirar a don Tomás sonriente mientras nos ve agarrados en el centro de la plaza; Desea que le miren todos en el pueblo, que sientan envidia de él y así poder adivinar sus pensamientos rencorosos: Sí, es mi hija y sí, él es don Carlos, el hijo de don Tomás, mi hija y don Carlos, Javita y Carlitos, dice Javiera en tono burlón. Se encrespa con facilidad, debe ser la juventud. Su espíritu quiere volar, pero perdió las alas y lucha por recuperarlas, no sabe que los hombres y las mujeres no vuelan. No lo sabe. Solo los mayores lo saben y aquellos que, siendo mayores y sabiendo que no vuelan siguen deseándolo, solo aquellos, son felices. Esa es la magia. María sabe que no puede volar, lo deseó como Javiera, pero ya olvidó ese deseo. Pedro no sabe qué es volar.

El silencio, solo roto por el amasar lento y cansado de María, impregna la casa hasta que irrumpe en ella como un torbellino Pedro. Atronadora es su entrada cuando el portón de madera golpea en la descascarillada pared del zaguán. La cal es cara, pero Pedro intuye que pronto podrá comprarla para arreglar el pasillo y eso le alegra el espíritu, aunque adivinos deberíamos ser para saberlo, puesto que su impasible rostro no sufre la menor alteración y la comisura de sus labios, siempre reseca por las largas jornadas al sol, ni tan siquiera se agrieta levemente más. Entra y deja cuidadosamente la chaqueta sobre la butaca de la entrada donde se queda hasta que María la recoge para colocarla en la habitación del matrimonio, sobre el destartalado galán de madera del ajuar, regalo a Pedro de los padres de María en el día en que se desposaron. La palmatoria siempre debe estar encendida cuando Pedro entra en la habitación para poder cambiarse y ponerse el pijama antes de echarse en la cama, bien al centro, y arroparse con la colcha, pero antes comprueba con la mirada que su chaqueta esté en su sitio para poder vestirla al día siguiente desde la mañana. Ya María lo aprendió, fue una de sus primeras lecciones. No necesitó que se la repitieran, era buena alumna. Aprendió también que solo el domingo por la mañana debía cambiarla, lavarla, plancharla y dejarla de nuevo lista para el lunes. El domingo Pedro usaba otra chaqueta, era el día del señor. Don Tomás no merecía un trato de respeto menor, pero la cambiaba por la de pana porque el miedo al infierno es mayor que el miedo al hambre. Pedro ya olvidó que fue profesor para María, pero ella no olvidó que fue alumna para él. Él solo sabía que la chaqueta estaría ahí, no recordaba la lección, ni cuando la enseñó, pero todas las mañanas encontraba la chaqueta perfectamente colocada en su sitio y todas las noches había luz en la alcoba para poder cambiarse. María a esas horas ya dormía, esquinada, sola, y no podía preguntarle a Pedro si en alguna ocasión se había preguntado quién dejaba la chaqueta ahí o por qué la mecha del candil ardía. Quizá Javiera se atrevería alguna vez a preguntarlo, pero nunca entró en esa habitación y nunca entraría, ni tan siquiera la curiosidad infantil hizo que en alguna ocasión se colase. Miedo, el miedo la retenía. También Javiera había sido alumna de su padre y, por supuesto, Pedro también lo había olvidado, pero no así Javiera.

Javiera, tu padre ha llegado ya, ve a verle; Deja ese cubo. El tono de voz, más alto que de costumbre, la delataría ante cualquier observador, María tendría que utilizar todas sus dotes para persuadir a Pedro, quería que viese que todo en casa estaba bien, que tenían todo listo, que nada anormal ocurría. Qué hay de anormal en que una madre quiera a su hija. Nada puede ser más habitual, aún así  María quería que Pedro lo supiese, quería que supiese que Javiera estaba en casa, que estaba ayudando, que era, que sería una buena mujer, que quería que fuera feliz y que deseaba lo mejor para ella. Quería que supiese que no estaba dispuesta a que él decidiese por su hija cuál sería su futuro, aunque esto último aún no sabía cómo iba a decírselo. Pedro golpeaba mientras tanto con el talón de su pie izquierdo, sin oír nada de lo que desde la cocina su mujer le decía, una loseta cerámica del suelo del pasillo que había saltado el día anterior cuando María llevaba el hisopo hasta el zaguán para limpiar una mancha de aceite que había derramado Pedro al meter en casas dos aceiteras para los meses siguientes. Inútil, pensó entonces Pedro sin mediar palabra y mirándola con desprecio cuando se le cayó el cubo y se levantó la loseta, Inútil, pensaba ahora mientras golpeaba la baldosa. Sus ojos tenían la misma mirada. Javiera bajó rápidamente del doblado, tal y como le había indicado su madre, dejando el mismo dichoso cubo y de un traspié dio con su cara en el rellano de la escalera. Pedro alzó la mirada, no había desprecio en ella, pero su pensamiento fue el mismo que tuvo para su mujer el día anterior. Se acercó, la levantó y, sacudiéndole la falda de hilo que llevaba con lo que en él podríamos denominar cariño, le indicó, Ten cuidado Javiera, la próxima vez te romperás la cabeza... El forzado silencio que siguió al beso que Javiera le puso en la mejilla evidenció que el pensamiento de su padre continuó la frase anteriormente referida… y no podrás casarte nunca. ¿Estás bien Javiera?, irrumpió María. No ha sido nada, solo tropecé, anunciaba mientras, con sumo cuidado, escondía tras su pierna derecha, desplazándolo sutilmente con el pie, un libro que ella misma había dejado olvidado algunos peldaños más arriba y que había provocado su caída. Cómo iba a pensar Javiera que su mayor fuente de conocimientos, con la que disfrutaba durante horas y horas, pudiese provocar su derrumbe. Pedro, que se estaba poniendo algo impaciente con tanto ajetreo, pasó de largo dejando a las dos mujeres mirándose con gesto cómplice. María había visto el libro antes en la tarde e instó a Javiera para que lo recogiese señalándolo repetidamente con el índice. Al menos no lo ha visto, susurró sonriendo Javiera, De buena nos hemos librado, debes ser más cuidadosa, no se refería María al cuidado en la vida, al ser precavido y prudente en situaciones que pueden determinar el porvenir. Se refería a evitar el descuido, el olvido y a ser ordenada. Cómo si no lo fuera ya bastante, pensaba Javiera, Con padre de por medio, cualquiera olvida algo. María le dice, Recoge el libro, ¿de dónde lo has sacado?, sabes que a padre le parece una pérdida de tiempo leerlos. Javiera se agacha en silencio y con su mano izquierda lo aprieta contra su regazo al tiempo que se incorpora y se dirige a su habitación para devolverlo a su lugar, el lugar donde los libros de amor deben estar: debajo de la almohada. Javiera suele sentarse en las escaleras de su casa por las tardes, cuando llega de una de las residencias señoriales del pueblo en las que sirve, siempre después de hacer sus labores, leyendo y leyendo los pocos libros que es capaz de conseguir sacándolos a escondidas de la librería de una mansión que limpia con especial esmero. Lejos está el tiempo en que su pueblo tenga biblioteca y quizá más lejos aún el que los editores editen libros de amor en tamaños mayores, aunque Javiera los prefiera pequeños pues son más fáciles de esconder. No sabe, en cualquier caso, que su antología está perfectamente controlada por don Alfonso, el dueño del palacete en que se emplea limpiando la biblioteca de la que, disimuladamente, obtiene su literatura. Pero don Alfonso, el primer día que tuvo conocimiento de los empréstitos de Javiera, debemos aclarar que inicialmente los interpretó como hurtos que le provocaron tal asombro que no fue capaz de pronunciar palabra, ya que tenía a Javiera por buena chica y le profería un especial cariño, enseguida comprobó con alegría que los devolvía en breve plazo para sacar otro y otro y otro más. Comprendió que Javiera se sentía cohibida y por eso no los pedía prestados, seguramente por miedo a una negativa que en realidad nunca recibiría. Le alegra a don Alfonso ejercer de bibliotecario en la sombra controlando los préstamos sin carné que Javiera toma de su biblioteca particular. Anota meticulosamente cada libro con la fecha de salida y entrada y acto seguido, tras su devolución, se los relee y disimuladamente la interroga acerca de ellos. No le pregunta don Alfonso qué le parece tal o cual libro, sería una indiscreción por su parte que ruborizaría a Javiera y no pretende terminar con el afán lector de su pequeña discípula, sino que más bien pretende sonsacarla sutilmente y contrastar su opinión sobre los temas que, esos libros que ella elige, contienen, normalmente historias de amor, Es normal, es una chiquilla, piensa don Alfonso. Podría don Alfonso presumir de haber leído todos los libros que decoran sus anaqueles, pero no es de los que se ufanan de su cultura. La vanidad no es una virtud, suele pensar cuando conversa con algún estudiante que quiere mostrarle nuevos conocimientos adquiridos, vanagloriándose de una supuesta exclusiva que no posee y que don Alfonso, sutilmente, intenta hacerle ver en una magistral lección de modestia que no todos son capaces de entender y que, otros, a pesar de hacerlo, no quieren asumir.

Todavía no ha podido don Alfonso conversar como quisiese con Javiera. Sobre la vida, sobre el amor, sobre la juventud que Javiera disfruta o la vejez que a él ya hace tiempo dejó de acecharle.  Si tuviese un diario, se podría decir que no es hombre de anotaciones cotidianas acerca de su vida, y pudiésemos acceder a él, veríamos que todos los martes del año, después de marcharse Javiera, lo rellenaría, dedicaría unas líneas a escribir las impresiones que las pocas palabras que cruza con la niña, a la que estima como si fuese su ahijada, le producen. Escribiría siempre una frase recordándose esa conversación con Javiera que quizá, garabatearía tristemente, nunca se llegaría a producir.

Está saliendo por la puerta Pedro y Javiera ya vuelve de su habitación a la cocina donde su madre está terminando de fregar la loza. Parece que le quema el tiempo e impaciente pregunta, Madre, ¿qué tal con padre? Cariño mío no te preocupes, parece contento. ¿Pero te ha dicho algo? El tiempo apremia en los jóvenes cuando no se dan cuenta de que son los que más tienen, mientras que los mayores, a los que para su desgracia menos les queda, son pausados en sus actos, la vida se les va y sin embargo la viven lentamente. La paradoja nos rodea, somos los hombres seres contradictorios en nuestra existencia. No hay filósofo que nos entienda porque es hombre también quien analiza, y la filosofía solo podrá ser su profesión, pero no su ser. Javita, hacía mucho tiempo que María no llamaba a su hija así, No te preocupes.

[Fin del primer capítulo]

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