La casa sin puerta. Parte iv.




No sé cuánto tiempo transcurrió, pero el caso es que cuando desperté me vi tumbada en un gran sofá tapizado en una tela muy suave de color blanco. Estaba en el salón y el salón estaba vacío a excepción del sofá, todo lo demás era paredes con cuadros antiguos, al menos esa fue mi impresión, y luces, muchas luces, aunque tal y como me pasó cuando entré en la cocina, tuve la sensación de que no estaba muy bien iluminado. Me desperecé como si hubiese estado dormida durante mucho tiempo, sin embargo, no debió haber transcurrido demasiado porque se entreveía a través de las cortinas echadas de las ventanas un exterior oscuro, todavía estaba anocheciendo, o había pasado más de un día, cosa que deseé no hubiese ocurrido. Oí un ruido en la cocina y armada de un valor inconcebible o, tal vez, entregada a una causa entonces desconocida por mí, me acerqué a la puerta que estaba entreabierta y me asomé ligeramente. Sentado, de espaldas a la puerta y frente al ventanal que daba al jardín, estaba el nuevo inquilino. «Pasa —me dijo—, no tengas miedo». No tuve miedo, sorprendentemente no tuve miedo y entré. Estaba tomando un café, tal y como comprobé por la taza que tenía en la mesa y el profundo olor que me invadió nada más penetrar en la cocina. «Siéntate aquí si te apetece», me ofreció. Sobre la mesa, además de la taza de café, había un azucarero antiguo de acero y otra taza vacía. «¿Quieres? —me preguntó señalando su taza—. No sé si tomas café o té, o tal vez leche, que pareces muy jovencita.» Me senté en el banco, frente a él, era un hombre; eso era algo que había asumido como cierto, pero que realmente no había podido confirmar hasta ese instante, porque todo lo que había visto hasta entonces era solo su silueta. «Café —dije intentando mostrar una seguridad que no delatase que aquella sería la primera vez que lo iba a tomar—, si hay más hecho —añadí». Me señaló la encimera donde estaba la cafetera, todavía humeante y me acercó el azucarero asintiendo, supongo que comprendió que ese sería mi primer café. Eché un poco en la taza blanca junto a dos cucharadas de azúcar y le di un sorbo. Estaba amargo, pero intenté disimularlo como pude. Él se levantó, abrió el frigorífico, cogió una botella de cristal llena de leche y me sirvió un buen chorro. «Este café es muy fuerte», me dijo con una sonrisa. Fue la primera vez que le miré directamente a la cara. Tenía la cara quemada, con cicatrices profundas, dolorosas, pensé. Sin embargo, no resultaba repulsivo, más bien llamativo, supongo que debía estar acostumbrado porque no intentó disimular lo más mínimo:

—Son cicatrices. Las tengo en la cara, en las manos, en los brazos, por todo el cuerpo, en general.

No sabía muy bien qué decirle, no sabía si le debía preguntar a qué se debían o qué las había provocado.

—¿Te duelen? —le pregunté absurdamente.

—Las cicatrices no duelen, pero recuerdan el dolor.

La respuesta, pronunciada con una profunda solemnidad, me dejó sin palabras y el silencio que prosiguió, nada incómodo, nos envolvió durante un buen rato.

—No creo que debas saber qué provocó mis heridas, seguramente te resultaría muy desagradable o incluso te daría miedo y te marcharías corriendo —dijo sonriendo—. Por cierto, ¿saben tus padres que estás aquí? Es tarde ya y puede que estén preocupados. Tampoco sé si deberíamos decirles que has entrado en mi casa sin permiso.

—Entonces, ¿esta es tu casa? —le pregunté intentando pasar por alto el comentario acerca del allanamiento.

—Pues claro, —sonrió—. Viví aquí durante muchos años hasta que…, —hizo una breve pausa cerrando los ojos, como si hiciese un esfuerzo por olvidar— hasta que mis padres murieron en el incendio. Yo me salvé, supongo que por fortuna, así que ya sabes: muchas de las cicatrices que ves son de aquel momento. Pasé mucho tiempo en el hospital, al parecer estuve muy grave e inconsciente durante unas semanas. La verdad es que no me acuerdo de nada, pero después los médicos me lo contaron. Fue el mismo día que me dijeron que mis padres habían muerto en el incendio. Nadie vino a visitarme al hospital. Recuerdo la soledad, eso no se me ha olvidado. Pasé muchos días ingresados hasta que una enfermera me indicó que vendrían a recogerme para llevarme a una «Institución». Esa fue la palabra que empleó y si piensas que fui muy desgraciado porque me había quemado, en realidad, todo mi sufrimiento comenzó cuando llegué a ese maldito sitio. Lo recuerdo con terror, casi tiemblo solo de pensarlo. Allí estuve demasiado tiempo y vi cosas que ningún niño debería ver. Fue terrible. El resto de mis cicatrices, no sé si muchas o pocas, vienen de entonces. Pero bueno, creo que ya está bien, deberías marcharte a casa, ya es tarde.

—Me gustaría que me contaras qué te pasó —le dije incomprensiblemente. Nunca había sido entrometida, aunque sí curiosa, pero supongo que eso es normal, aunque pedirle a alguien que me acababa de conocer que me contase su vida resultaba más bien una indiscreción y poco habitual en mí por más que me picase la curiosidad—. Bueno —intenté rectificar—, si quieres…

—No sé si eso estaría bien, además, ten en cuenta que tus amigos deben estar esperándote o puede que hayan ido a llamar a la policía. Os he visto en el parque y vi como venías a mi casa.

—Entonces, ¿me estabas esperando?

—En cierto modo sí, pero cuando fui a recibirte, saliste corriendo hacia el sótano, ¿recuerdas? Luego te desmayaste. Supongo que pensabas que ibas a encontrar un monstruo y, en realidad, encontraste algo parecido —dijo sonriendo.

Me sonrojé, lo sé porque noté perfectamente el calor en mi cara.

—Llevas razón —le dije—. Lo siento mucho, no quería…, bueno en realidad sí quería, pero no debía. Lo siento, espero no haberte molestado.

—No te preocupes, supongo que, en cierto modo, debió resultar muy extraño ver que a una casa como esta, abandonada durante tanto tiempo, de repente llega un personaje un tanto insólito y poco sociable como yo, y abre todas las ventanas y enciende las luces y deja la puerta abierta de par en par. No pasa nada.

—La puerta…

—Si quieres mañana puede venir y te cuento —me interrumpió bruscamente—. Creo que por hoy ya está bien. Adiós —me dijo levantándose e invitándome a salir de la cocina por la puerta del jardín.

—Hasta mañana —le dije.


Imagen: www.menzzo.es


En Mérida a 28 de marzo de 2018
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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